Ardorosas y fecundas reacciones ha provocado la pasada columna de este espacio titulada “Santos entre dos aguas”. Se aventuraba allí que en el Gobierno conviven, en frágil equilibrio, una avanzada reformista como no se veía en décadas y la resaca de los doctrineros del mercado que, no obstante las desgracias causadas, aspiran a seguir mandando. Obsesionados con la mecánica económica, no conciben ellos estrategias de desarrollo nacional. La pregunta era si esta mixtura de reforma y asedios neoliberales anunciaba una transición hacia la socialdemocracia latinoamericana o, mas bien, el propósito de nadar entre dos aguas. Protagonistas de un debate conceptual y político largamente silenciado, los lectores apuntan al modelo económico y social que habremos de adoptar. Hoy tienen ellos la palabra.
Comienza “Vic” por aclarar que socialdemocracia moderna no es comunismo: es un sistema que combina economía de mercado con protección de los derechos y libertades individuales. Se propone alcanzar la igualdad sin sacrificar la libertad. Defiende la propiedad privada y la iniciativa individual, pero evita la formación de monopolios y la concentración excesiva de la riqueza. Redistribuye el ingreso. Y traza una política social enderezada a ofrecer igualdad de oportunidades para todos. Lo mismo rechaza el capitalismo salvaje que el comunismo totalitario.
A Andrés Trejos lo escrito le parece “dogmático y lleno de imprecisiones económicas”. Los mercados, dice, no son ningún diablo de la oligarquía; antes bien, fortalecerlos mejora la calidad de vida de la gente. Tampoco la búsqueda del equilibrio fiscal es “obsesión neoliberal” sino “un acto de responsabilidad”: gastar menos de lo que ingresa, para no quebrar. Por otra parte, nadie ha demostrado que el TLC vaya a destruir el agro colombiano. Trejos evoca “al economista que más sabe de comercio internacional”, para quien ese tratado aumentará el bienestar de los colombianos “vía beneficios para los consumidores, que somos todos, y fortalecerá algunos sectores económicos”. Apunta que “la inflación no es ningún fantasma” y obra, en cambio, como el peor impuesto contra los trabajadores. Por fin, “en economía no existe la distinción que hace la autora entre rumbo y mecánica… nos trazamos rumbos y luego usamos la ciencia económica para estructurar el cómo”.
Alberto Velásquez replica que desde cuando César Gaviria “hundió a Colombia en la temeraria empresa de la apertura económica, los colombianos afrontamos una aventura medieval según la cual los dómines de la teoría económica se han arrogado un poder semejante al de la Inquisición”. A quienes pensaban distinto y, a riesgo de ser acusados de herejía y blasfemia, criticaron “el talante apodíctico” de aquellas propuestas, se les amordazó. Y terminó por imponerse una nueva cultura económica: “el mito de la apertura, el oropel de la globalización, las garantías ilimitadas a la inversión extranjera y los sacrificios fiscales con miras a mantener el cariñito de la Banca Mundial”. Se empleó la “regulación” de la economía para abrirnos sin pudor al sector externo.
En abono de estas afirmaciones vienen las de Eduardo Sarmiento en entrevista concedida a Fernando Arellano: “Lo peor que pudo pasarle a Colombia fue la apertura económica. Los hechos han controvertido los dogmas y paradigmas dominantes: apertura, privatizaciones, especulación financiera y represión monetaria configuraron en este país una de las sociedades más desiguales del mundo”.
Tal vez el cataclismo de La Niña obligue ahora al Estado a tensionar su músculo, a responder por lo que al mercado le es ajeno: planificar y ejecutar la reconstrucción de lo perdido, y construir un país nuevo sin envilecer la obra histórica en una feria de contratos.
Apostilla. Por vacaciones, esta columna reaparecerá el 18 de enero. Feliz navidad a los lectores.