Tan resonante el triunfo de Petro en Bogotá, como desigual la cosecha para el uribismo. Perdió el expresidente gobernaciones y alcaldías importantes, y fue derrotado con estruendo en la capital de la república y en el santuario mismo de su imperio: Antioquia y Medellín. Mas esta mengua parece amortiguada con la victoria de sus prosélitos en un tercio de los municipios, pequeños pero rebosantes de regalías. Beneficiarios privilegiados de la desintegración de los partidos en una turbamulta de candidatos incompetentes, a resultas de dos décadas de campaña contra la “partidocracia”: su divisa fue madurar la democracia destruyendo los partidos. Su cuna, la ideología que inspiró la Carta de 1991. De buena fe, sin duda, confundieron los constituyentes la fiebre con las sábanas y, en vez de aliviar al paciente, lo enfermaron más. Desmontaron el Frente Nacional, sí, pero introdujeron mecanismos que terminaron por anarquizar el sistema político. Se alzó una polvareda de microempresas electorales levantada por la facilidad que la ley ofrecía para formar partidos. Y por la operación avispa. Hoy, pese a las reformas que creyeron cohesionar ese avispero en 12 partidos, y en virtud del voto preferente, perduran cientos de organizaciones de garaje en cabeza de caudillitos de ninguna idea, capitanes de ninguna batalla, como no sea la de apertrecharse bien para saquear.

Rafael Pardo reconstruía casi jubiloso la raíz del fenómeno: la Carta del 91 cambió las reglas del juego político y el modelo de desarrollo. Se desmontó el centralismo intervencionista en favor de las regiones, por un lado y, por otro, se disolvió la verticalidad interna de los partidos. A ello contribuyeron la transferencia de recursos a las regiones y la elección popular de alcaldes. En suma –diríamos aquí- los partidos perdieron su línea de mando nacional y, el gobierno central, el control que ejercía sobre la ejecución de los recursos en provincia. Las colectividades, que fueron confederaciones de dirigentes regionales alrededor de un jefe nacional, derivaron en agregados inorgánicos de extorsionistas del Estado sin ningún control, asociados a menudo con criminales. Y no es que fueran antes la panacea, pero a lo menos se los vigilaba y rendían cuentas. Con la decadencia de las casas políticas en favor de alternativas regionales nació la tendencia a presentar en elecciones opciones uninominales. La nueva Carta aceleró la tendencia, hasta volar en átomos a los partidos.

La Carta abortó una descentralización política que con la elección popular de alcaldes ensayaba sus primeras armas, y para la cual no estábamos preparados. La debilidad institucional puso el poder regional al alcance de los más vivos, que supieron aliarse con los vivos de siempre. Banquete suculento de transferencias y regalías, pues control no hubo y sí, en cambio, fuete y fierro y motosierra. La idea de democracia directa, otra novedad de la Carta, también jugó su parte. Introducida para llenar los vacíos de la democracia representativa, pronto se resolvió, no obstante,  en el vértigo plebiscitario que condujo a Uribe hasta el límite mismo de la dictadura. Debilitados partidos y sindicatos, desactivada la sociedad, floreció el personalismo sin ideas que hoy cosechamos a granel.

Mas fueran inocentes estos cambios si tras ellos no medraran nuevos sectores que hallaron en el narcotráfico su fuente de redención. Visionario, cómo negarlo, Uribe interpretó la fuerza histórica de esta revolución social y recibió, sin objetarlo, su caudal electoral. Por su parte, Gustavo Petro se perfila como la contraparte de izquierda democrática capaz de organizar una fuerza alternativa al uribismo que llegó para quedarse. Tendrá que empezar por gobernar bien. Por cohesionar a sus electores en torno a un programa. Por crear el partido de la oposición.

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