Si Santrich, el odiado provocador de sus víctimas, puso de papaya la paz con negocios de narcotráfico –lo cual está por verse-, los adictos a la guerra miden el salto para devorar la blanda fruta a tarascadas, aun antes de haberla desprendido del papayo. Ya el fiscal Martínez ha interpretado, rodilla en tierra ante su alteza real la DEA y a grandes voces, el primer acto de la tragicomedia escrita por aquella. Al aviso de luz-cámara-acción, acusa sin pruebas al exguerrillero de “intentar” un envío de cocaína a los impolutos jíbaros de Nueva York. Tras larga campaña contra la paz, pareciera la ultraderecha congratularse en la coronación de un sueño: extraditar ya al jefe de la Farc. Con consecuencias que podrán ser fatales.

La guerrillerada, abandonada a la incertidumbre por el Presidente que mató el tigre y se asustó con el cuero, insegura ante la ley, volvería al monte para empuñar las armas. Caído el Acuerdo de La Habana y, con él, la reforma rural, en el río revuelto de la guerra expandiría el latifundismo sus dominios contra el campesinado inerme, otra vez a instancias de los paramilitares. Fumigadores y negociantes de armas gringos harían un nuevo agosto. Y el jefe guerrillero, expulsado sin juicio en Colombia, se llevaría para siempre la verdad y la reparación que sus víctimas reclaman. Frutos apetitosos de lo que huele a conspiración urdida a cuatro manos entre la DEA y el fiscal Martínez; para contento y votos del azaroso candidato Duque, tan locuaz en exigir castigo ejemplar para Santrich en Estados Unidos. No aquí.

En pronunciamiento sin eufemismos ni mediastintas, Humberto de la Calle, el valiente, dijo que Uribe y Duque habían elaborado “un tejido de falacias y odios que fueron conduciendo a buena parte de la población a la nostalgia de la guerra”. Y la guerra frena en seco el futuro de Colombia como comunidad solidaria. Invita a Duque a anteponer el país a sus afanes electorales. El tema de la paz –dijo- desborda mi campaña electoral: es un problema de seguridad nacional. De la Calle no propone impunidad para Santrich: pide que se valoren aquí las pruebas, que lo juzgue la Corte Suprema, que pague su pena, si es el caso, y que el Presidente de Colombia decida al cabo si lo extradita o no. Propone, pues, lo que el honor dicta: que la Justicia colombiana se sacuda el yugo de la foránea, que recupere su independencia y dignidad, que sea ella la que juzgue a los ciudadanos de esta nación.

La ventolera uribista contra la paz viene de vieja data. Ya Sergio Jaramillo recordaba (El Tiempo, I,14) que el uribismo nunca reconoció la existencia de un conflicto armado y, en consecuencia, los líderes de la guerrilla no podían transitar a la política. Su propuesta sigue siendo la del sometimiento, no la de la negociación política. De allí que Iván Duque y su mentor se obstinen en negar el estatus de congresistas a los jefes de la Farc antes de que éstos paguen cárcel. Pero ninguna guerrilla en el mundo ha entregado las armas para que se le niegue el espacio de la política. Luego, la exigencia de la derecha hace trizas la paz.

Sobrecoge esta invitación a reanudar la guerra. Y su corolario natural: una autocracia que si en Nicaragua y Venezuela cobra la vida de cientos de jóvenes en las calles, en Colombia asesinó a 5.000 muchachos que no andaban cogiendo café ni merecían el horror de fungir como “falsos positivos”. Para el  laureado escritor Sergio Ramírez, los jóvenes nicaragüenses protagonizaron un levantamiento ético: le devolvieron al país “la moral perdida o silenciada por el miedo”. Fustiga el poder arbitrario que divide, separa, enfrenta, atropella; que se impone con desmesura, cinismo y crueldad. Es el poder que también en Colombia nos espera si dejamos que se tiren la paz.

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