Dos expresiones de indignación, de cepas opuestas, protagonizaron la crisis que rodeó a la derrota del Sí en el plebiscito. Una, prefabricada por el uribismo, retorció estratagemas de campaña montadas sobre el miedo y la mentira para mover a votar con rabia contra el acuerdo de paz. Alcanzó la cima de envilecimiento de la política inmortalizada en Ñoños y Pretelts y Palomas y Ubérrimos y Mancusos. Y ganó. Otra, abanderada por decenas de miles de jóvenes, se tomó calles y plazas para exigir la paz que se embolataba entre aquellos vericuetos repulsivos.

Así se sumaba la muchachada, como actor de primera línea en momento de definiciones dramáticas, a las víctimas y a los centenares de iniciativas de reconciliación y reconstrucción del tejido social que los dolientes de la guerra desarrollan en las regiones olvidadas, donde ganó el Sí. Cuarenta mil personas se atiborraron en la Plaza de Bolívar de Bogotá, en silencio sobrecogedor, solo quebrantado para entonar, entre lágrimas, el himno nacional. Quince mil desfilaron en Medellín, al grito de “Antioquia no es Uribe”. Histórico. Y en Cali, miles también. Votantes del Sí y votantes del No, compactados en la divisa de “abrazar lo que nos une, rechazar lo que nos divide”, en pos de la paz, pues “volver a la guerra es éticamente imposible”. Exigieron eludir el embeleco de una constituyente; negociar sobre lo ya firmado, sin aventurar borrón y cuenta nueva; mantener el cese el fuego bilateral; y renegociar aprisa, de modo que la mesa de diálogo no derive en instrumento de campaña para las elecciones de 2018. Al campamento por la paz que crece en carpas día a día y sólo se levantará cuando haya acuerdo, se unirán indígenas y campesinos que marchan hacia Bogotá desde distintas zonas del país.

Prometedores, los pronunciamientos de la sociedad civil. Pero no porque puedan ellos suplantar en un suspiro a la política tradicional, sino porque movilización tan afirmativa e inesperada presiona una renegociación más equilibrada y expedita de lo que Álvaro Uribe quisiera. Empeñado como parece en ondear las mismas banderas de campaña, provocaría dos efectos demoledores: primero, insistir en condiciones de rendición para una guerrilla no derrotada, será dinamitar el acuerdo alcanzado y volver a la guerra. Segundo, malograr la reforma rural del acuerdo será reavivar la llama de la conflagración. Ambos caminos conducen al boicot de la paz.

Más ahora, cuando el destape de la oscura campaña del Centro Democrático que deja estupefactos a propios y extraños le niega legitimidad, autoridad moral y política para pretenderse vocero del No que sí quería la paz, y hoy se siente estafado por sus dirigentes. Y cuando su contraparte en la negociación es el hombre ungido con la más elevada distinción que el mundo concede a hacedores de paz. Al presidente Santos, admirable batallador por el derecho a la paz.

Movilización de la sociedad civil, acompañamiento irrestricto de la comunidad internacional y dignidad de las víctimas desvanecen el temor de que pueda gestarse una componenda entre elites, como la del Frente Nacional. Los partidos tradicionales no son hoy las colectividades de adscripción ciudadana masiva que en 1957 obraban como factor esencial de cohesión en la sociedad. Han derivado en cascarones de corrupción, sin ideas, ajenos a los anhelos del pueblo e infectados de paramilitarismo.

Aclarar y corregir puntos específicos del acuerdo de La Habana, como lo prometieron en campaña los promotores del No, no deberá comprometer el tratado de paz más consistente que se conozca con una guerrilla. Para asegurarlo está el ojo vigilante de la aplastante mayoría que quiere la paz. Y la primavera criolla que seguirá copando nuestras plazas de Bolívar.

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