La Inquisición no es patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica. De ella echó mano también el calvinismo, para aplastar al disidente e implantar un régimen de terror en olor de religión que tiranizó la vida pública y privada de los asociados. Divergentes en su origen, el curso de la historia fue acercando, no obstante, a las jerarquías católica y evangélica en un mismo ideal de Gobierno de los sacerdotes, en un mismo prevalecer por la violencia. A la multitud de brujas y herejes del siglo XVII se fueron sumando nuevos réprobos cada vez: librepensadores, masones, alquimistas, Copérnicos y Galileos, liberales, comunistas, homosexuales y la mujer –ay, la mujer, adúltera, víbora corruptora del varón, homicida que antepone su vida a la del cigoto deforme– El pastor evangélico Juan Rocha acaba de quemar en una pira a Viviana Trujillo en Nicaragua, para ahuyentarle el demonio del adulterio.

Ayer quemó Calvino en la hoguera al predicador español Miguel Servet, con sus libros, por negar el misterio de la Trinidad; la “Trinidad inmóvil”, diría en Colombia Augusto Ramírez Moreno casi 5 siglos después, y encendió la Violencia. Otra guerra santa. Con el primer asesinato religioso se inauguró en aquella desventurada Ginebra de Calvino la primera quema de libros. En adelante fue práctica de todos los censores que en la modernidad han sido: Robespière, Stalin, Hitler, Pio Nono, Videla. Y nuestro Ordóñez, pueril imitador de aquellos, incineró textos malditos y despachó como procurador de un país laico con la Biblia, en favor de correligionarios suyos.  Autoinvestidos de poder divino, cobraron esos déspotas con sangre el delito-pecado de pensar, de sentir y obrar en libertad.

Escribió Calvino la primera guía teológica y política de la doctrina evangélica. Toda crítica a su credo será por fuerza ofensa al poder político que lo representa. Para su secretario, la libertad de conciencia es doctrina del demonio y sus mentores deben morir. Pero este catecismo no es apenas una pauta de fe: ha de erigirse en ley orgánica de Estado. En 1536 se reúnen los ciudadanos de Ginebra en la plaza pública y deciden, por mayoría, vivir  “según  el evangelio y la palabra de Dios”. Declaran, por referendo, una religión oficial como la única permitida, y asimilada al poder del Estado. A poco sería aniquilada la católica. Hoy pretende Vivian Morales negar por referendo el derecho a la igualdad que asiste a las parejas gay. Querrá imponer por mayoría la ley de su dios particular sobre la ley civil que rige en Colombia para todos.

Dice Castellio, antagonista de Calvino en el conocido libro de Stefan Zweig, que el Estado no puede interferir en la opinión. ¿A qué, se pregunta, ese repugnante delirar con espuma en la boca cuando alguien tiene un modo distinto de ver el mundo? ¿Por qué ese odio mortal? Y reflexiona el autor: cuando un credo se hace con el poder del Estado, pone en marcha la máquina del terror; a quien cuestione su omnipotencia, le corta la palabra y, casi siempre, la garganta. Contra todo hereje (por raza, religión, orientación sexual, o por ideas) “las consignas, los pretextos cambian, pero los métodos de la calumnia, el desprecio y el exterminio son siempre los mismos”. En su Yo Acuso de la época, sentenció Castellio: “Matar a un hombre (por sus ideas) no es defender una doctrina. Es matar a un hombre”.

De persecución y muerte a manos de la intolerancia sabe El Espectador: desde la cuna sufrió cierres, cárcel su fundador, cerco del obispado por “atacar los dogmas de la Iglesia Católica”, y el asesinato de su director. Es milagro humano que sobreviva entre tanto jerarca de república cristiana que quisiera verlo arder en los infiernos.

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