Un negocio siniestro florece en Medellín: el narcotour. Y opera al parecer con la misma naturalidad con que el sicario de los 300 muertos desfila en manifestación uribista contra la paz, codo a codo con celebridades de la política que fingen no verlo. Pero uno y otro hecho ultrajan el sufrimiento de una ciudadanía que se arranca como puede el lastre de horror que Pablo Escobar legó. Rubios mochileros alternan aquí turismo sexual y consumo barato de cocaína con este recorrido morboso por lugares y objetos distintivos del Robin Hood antioqueño, cuyos carros-bomba y pistoleros cobraron la vida de miles de inocentes. En 1990, los extraditables asesinaron a quemarropa a 300 policías. El País escribía que la guerra de Escobar arrojaba 4.000 muertos cada año. Popeye pregona orgulloso haber participado en el homicidio de 3.000 personas.

Clientes mimados del tour son ejemplares del Primer Mundo cuyo vicio pagamos nosotros con sangre, mientras ellos, exaltados por la serie Narcos,  acuden en masa al recorrido. Thriller de quinta, aun para Hollywood, es aquél grosera deformación del fenómeno del narcotráfico. Repite la lucrativa amalgama de droga, sexo y crimen, sobre el más lucrativo negocio en cabeza de quien fuera tildado primer homicida del mundo. Condición que beneficiarios de Medellín sin Tugurios disculpan “por la persecución que se le tendió a un hombre bueno”. Feudo del Patrón, en aquellos barrios la fe en Escobar diluye su pasado violento. Wberney Zabala pregunta cómo puede uno sentirse al salir de un basurero para recibir una casa digna de manos del único que quería darla: Pablo. Sentimiento parecido albergan los excluidos que ganaron poder y dinero al calor del narcotráfico, emulando el modelo milagroso de enriquecimiento fácil. Así se llena el vacío de Estado.

De otros, incluidos desde la cuna, ni hablar. En codicia desbocada, depusieron todo escrúpulo, se sumaron al negocio –de frente o de ladito– y le dieron carta de ciudadanía a la ética del traqueto. Otros vendieron sus mansiones a narcotraficantes por sumas de fábula, en el barrio más exclusivo de Medellín. Bajo presión, o de buena gana, un enjambre de residentes acudió a la feria de ventas: “le tendieron la mano al enemigo”, apunta la escritora María Cristina Restrepo. Y allí se levantó el edificio Mónaco, residencia de Pablo Escobar y su familia, dinamitado en 1983 por el cartel de Cali. Mole desapacible en su abandono, recuerdo ominoso del pavor que se apoderó de la ciudad, la construcción es punto de partida del narcotour y paisaje de fondo en la fotografía del turista.

Se la hizo tomar, cómo no, el reguetonero J. Álvarez vistiendo camiseta de Escobar. Entonces el Alcalde Gutiérrez le exigió respeto por la ciudad: lo suyo es una ofensa para Medellín y para el país, le espetó exasperado. Y al rapero norteamericano Wiz Khalifa, que repitió la dosis, lo llamó sinvergüenza; en vez de llevarle flores a Pablo Escobar debió llevárselas a sus víctimas, y disculparse con la ciudad, remató. Tras ires y venires de Gobiernos anteriores, Gutiérrez tomó la añorada decisión: demoler el edificio Mónaco y construir, en su lugar, un parque en memoria de las víctimas. Aplauso cerrado.

A la mar de libros, películas y seriados que hacen la apología del narcotráfico y sus delitos se suman los 110 videos de Popeye en You Tube con sus diez millones de visitas. La versión de los victimarios. Pero es hora de incorporar a la historia también la verdad de las víctimas. Sin ella, en lugar de aportar a la comprensión del pasado, la sombra de Escobar seguirá obrando como fetiche que desfigura la realidad. Del cruce de versiones podrá resultar un relato que se aproxime a la historia.

 

 

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