No pierde el púlpito su función de tribuna política. Hacia 1950, apogeo de la Violencia, curas hubo que incitaban desde allí a exterminar el liberalismo y el comunismo ateo. Mientras tanto, prevalida de su ascendiente moral sobre una mayoría de colombianos y penetrando la vida toda de la nación, la jerarquía de la Iglesia le exigía al Estado derogar leyes que “no distinguen entre mujer legítima e ilegítima”; o no califican como delitos el concubinato público y el adulterio; o permiten recibir en colegios alumnos de “nacimiento ilegítimo” y sin consideración de diferencias sociales, raciales y religiosas. También hoy,  a instancias de monseñor Luis Augusto Castro, convocan los ensotanados desde el púlpito a rebelión en masa contra el fallo “inmoral” e “inconstitucional” que extiende el derecho de los niños a tener hogar, hasta familias homoparentales: uno de los muchos modelos de familia reconocidos hoy, más allá del autoritario núcleo  de “papá y mamá”.

Vasto contingente de católicos y evangélicos, de uribistas y lefebvristas de Ordóñez marcha tras la senadora Vivian Morales hacia un referendo que derogue lo fallado, mediante aplanadora de mayorías enceguecidas sobre la odiada minoría homosexual. Con recurso a la tiranía de las mayorías, aspiran a negarle sus derechos de libertad e igualdad en la diferencia. Cabalgan sobre el despotismo de la “voluntad general”, tenida por una, absoluta, indivisible como la del tirano,  grosera superioridad aritmética que, así concebida, sólo ha servido a dictadores. Y no registran los signos del mundo de hoy, complejo, segmentado, cuadro heterogéneo de los más diversos intereses y maneras de ser. Olvidan que ninguna democracia podrá serlo si aplasta a sus minorías; si somete los derechos fundamentales a votación. Porfían los censores en restaurar el Estado confesional,  premoderno –donde ciudadano y feligrés son uno– contra el Estado laico, raíz de garantías individuales, libertades públicas y derechos que la comunidad LGBTI ha conquistado en batallas admirables.

Las mayorías le han servido a la Iglesia Católica por partida doble. No sólo para movilizarlas cuando la necesidad política lo requirió. Pero también para dominarlas prevaleciendo en el espectro completo de la vida nacional. Ha transformado su influencia sobre las almas en riada de mayorías sobre los  segmentos discriminados. Su acción bifronte, a la vez política y espiritual, se remonta a los días en que desembarcaron por aquí aventureros blandiendo arcabuces, crucifijos y espejitos. Y cobró todo su vigor a partir del siglo XIX, cuando a la expansión de la filosofía liberal y de la modernidad respondió con el integrismo católico. Para llevar la voz cantante en el poder del Estado y en la sociedad. Ya en las estremecedoras coyunturas de guerra civil, siempre al lado del conservadurismo ultramontano. Ya para monopolizar la educación. Ya para designar presidentes desde el Palacio Cardenalicio. Ya para matar en embrión la Clínica de la Mujer en Medellín, incitando a la asonada callejera y toda vez que en su imaginario parece pervivir apenas la mujer diligente del evangelio. Ya para opacar su generoso compromiso de paz de los últimos tiempos  con esta rústica andanada contra los fallos de la justicia en favor de los niños y en reconocimiento de la población homosexual.

Colombia es Estado laico que abraza variados talantes morales. Nadie debería aspirar en ella a trocar su fe en estatuto de gobierno; ni excluir a nadie por sus preferencias filosóficas, religiosas, políticas o sexuales. Ese referendo, promovido por las iglesias, el uribismo y el procurador, será acto de violencia que repugna al Estado de derecho. ¡Vade retro!

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