Aparece cada día un nuevo indicio de que la derecha violenta, paramilitar, se arrima a la ofensiva del uribismo por la reconquista del poder, cuando la paz y una reforma rural asoman la cabeza. En simultánea, ideólogos de esta corriente –Ordóñez y Lafaurie– defienden sin máscaras, sin eufemismos a los despojadores de tierras. Peroran acaloradamente en santuarios del paramilitarismo que ahora incorpora “asociaciones de víctimas de la restitución”; vale decir, ejércitos antirrestitución, autores de 72 asesinatos  de líderes reclamantes de tierra en Urabá. Cazando votos sobre el sufrimiento de las víctimas, despliegan estos patriotas sin mácula energúmeno lenguaje que invitaría a disparar contra los despojados y sus apoderados. Táctica siniestra esta de poner lápida a la contraparte en el debate. De la cual abusó el régimen de la seguridad autocrática y hoy ensaya de nuevo el expresidente Uribe en la persona de dos de sus críticos: Moritz y Yohir Akerman, a quienes acusa, sin fundamento, de militar en el ELN.

Hay en esta incontinencia verbal del uribismo asombrosa afinidad con la terminología que Carlos Castaño empleaba para recubrir sus crímenes con barniz político. Al punto de no saberse quién copió a quién: si Uribe en su persecución a opositores, jueces y periodistas dizque por ser “guerrilleros vestidos de civil”; o el jefe paramilitar al asesinar civiles inermes rugiendo idéntica expresión: en 1997 le dijo Castaño a Cambio 16 que él mataba “guerrilleros fuera de combate, que no son campesinos sino guerrilleros vestidos de civil”. Y Aurelio Morantes, jefe de las autodefensas de Santander y el sur del Cesar, autor de la masacre de Barranca en 1988, declaró: “unos fueron incinerados y otros arrojados a las aguas del río Magdalena […]; hemos declarado objetivo militar a los guerrilleros vestidos de civil” (Espectador, 21, 9, 98).

Pero hay más. La coincidencia de términos parece enraizar en identidad política. En columna memorable (El Colombiano, 2006), abunda Fernando Londoño en elogios al “intelectual” Carlos Castaño, se duele de su muerte y hace votos por la resurrección de su ideario. Pero al temible jefe de las AUC y a sus hermanos se les atribuían ya, entre 1987 y 2002, 18 masacres con centenares de muertos y el asesinato de otros tantos dirigentes políticos. Lo que tampoco a Ordóñez le impidió escribir por esas calendas que “las autodefensas se ajustan a las normas de la moral social, del derecho natural y de nuestra legislación positiva”. Ni inhibió al espadachín del Señor de los Ejércitos para hacerse el distraído esta semana ante la presencia en sus concentraciones políticas  de Tuto Castro, comandante del Bloque Norte de las AUC. Ni para patrocinar virtualmente a los victimarios que habían readjudicado a nuevos campesinos los predios arrebatados, “de listas elaboradas por Jorge 40 que ahora alegan su buena fe”, según revela Alejandro Reyes. Como todo el mundo sabe, a Jorge 40 se le atribuyen 80 masacres en el Magdalena. Mas Lafaurie coopta el argumento del masacrador y espeta: la restitución de tierras es la cuota inicial para que ciertos grupos armados recuperen el control del territorio; “y no se lo vamos a permitir”.

¿Toque a guerra civil, a la acción intrépida y el atentado personal, a hacer invivible la República, como en efecto lo logró Laureano, dios y mentor de los nuevos cruzados de la guerra? Tiempos aciagos de la Violencia que arrojó 300 mil muertos, seguidos de esta otra con otros 300 mil muertos, que el uribismo podría prolongar con el pavoroso efecto de su verbo intrépido sobre el gatillo de la derecha armada; y con su defensa a ultranza del modelo agrario en boga: el de tierra sin hombres y hombres sin tierra.

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