Terminada la guerra, acarician algunos la utopía de un consenso absoluto entre los partidos, como panacea de paz y democracia. Fantasean con abrazo de reconciliación entre Vargas Lleras, Petro, De la Calle, Uribe, Claudia López y Timochenko desarmado, en acto de renuncia a sus diferencias ideológicas. Pues estas sólo traducirían codicias de grupo y serían fuente de la pasión política que sume a Colombia en crisis crónica, y sacrifica la razón al grosero instinto de la masa. Pero se engañan. Deponer las diferencias, reprimir su confrontación es negar la pluralidad, la legítima expresión del conflicto, sustancia de la democracia. Escribe Chantal Mouffe en su libro En torno a lo político que consenso debe haber sobre los valores de libertad e igualdad para todos que la democracia liberal consagra; sobre las reglas que ella impone para tramitar las discrepancias sin matarse. A ello se han sujetado las Farc tras medio siglo de subversión contra el orden constitucional. Mas debe haber disenso en la interpretación de esos valores, cada colectividad a su manera, de izquierda a derecha, según sus particulares visiones de sociedad. Un haz variopinto de demandas y programas de gobierno.

El mérito del Acuerdo de paz no estriba apenas en permitirles a las Farc batirse  ahora desde la civilidad por la expropiación del latifundio improductivo. Es que aquel prohíja reformas que forzarán a los partidos a definir ideas y propuestas para suscribirlas, desbordarlas, o bien, para mantener las taras y vallas del pasado. El momento invita a “democratizar la democracia”, expresión de nuestra autora que hoy a las 10am pronuncia conferencia en el Gran Auditorio de la Universidad de Antioquia.

Intentamos aquí rescatar nociones de Mouffe útiles al debate, hoy crucial en Colombia. Concibe ella la democracia como enfrentamiento apasionado de adversarios que, en lucha por el poder, se legitiman recíprocamente; no de enemigos destinados a eliminarse al primer lance. Pan comido en democracias maduras, el postulado subvierte, empero, nuestro modo consuetudinario de hacer política: a tiros. Porque, diría nuestra filósofa, allí donde se suprime la confrontación entre adversarios –el agonismo– surge el antagonismo violento, que la democracia no tolera porque atenta contra la asociación política misma. Lejos de amenazar la democracia, la confrontación entre adversarios es la condición de su existencia. Precisamente la democracia moderna reconoce el conflicto y lo legitima; se niega a suprimirlo imponiendo un orden autoritario. Se trata de transformar el antagonismo en agonismo.

En su horror al abuso populista de las emociones, el racionalismo liberal se afirma en el mito de la superioridad moral de la razón sobre el sentimiento. Como si toda movilización política ignorara los deseos y fantasías de la gente. Propone deliberación “civilizada” entre contendores en busca del consenso, con victoria final del argumento más racional. Además de utópico, este fin mata la democracia.

Pero diálogo y deliberación suponen alternativas diferenciadas. ¿A qué puerto quiere llegar Claudia López con su cruzada para suplantar a la clase política corrupta? ¿Qué diferencia su troika Estado-ciudadanía-mercado de la de Tony Blair? ¿Querrá Vargas Lleras la presidencia para desmontar la justicia de paz? ¿La busca Petro para reeditar a escala del país su modelo de Bogotá? Y en cuanto a Uribe, ¿es núcleo de su programa agrario el proyecto de ley que frustra la recuperación de los baldíos malhabidos, y legaliza el mayor despojo de tierras en el país? Buen augurio: a lo menos cuatro opciones políticas van adquiriendo fisonomía propia. Que choquen en sana ley será paso decisivo para legitimar el conflicto.

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