Chávez y Uribe pasarán a la historia por el empeño que pusieron en embocar sus países hacia la dictadura. A contrapelo de los tiempos, exhumaron el pensamiento de sus mentores de hace casi un siglo, Laureano Vallenilla en Venezuela, Laureano Gómez en Colombia. En su parábola del retorno hasta las raíces, no rescataron de Bolívar las ideas de la Ilustración sino sus veleidades de autócrata: aquellas que en el continente animaron a caudillos, caudillitos y matones de barrio que, deslumbrados por las charreteras, gobernaron a empellones, se reputaron líderes a fuerza de propaganda y dejaron siempre en el camino su estela de muertos.

En la dialéctica del “quien no está conmigo está contra mí”, Uribe les lanzó a los colombianos la disyuntiva de “ser solidarios o encubridores”, para instarlos a volverse informantes del Ejército. El eufemismo reedita la divisa de su gobierno: “ser uribistas o terroristas”. Simplificación brutal que se resuelve, por fuerza, en respaldo a un gobierno arbitrario, corrupto, elitista, intolerante, con vocación de eternidad y rodeado de indeseables cuyos votos no ha sabido rechazar. Tampoco en Venezuela escampa. El coronel de la boina roja anuncia que se quedará en el cargo hasta 2030. Ingresará en la galería de los Trujillo y los Somoza y los Castro, que gobernaron por décadas. Hay allá cientos de miles de ciudadanos convertidos en paraejército del régimen, violencia contra la oposición, corrupción, clausura de la televisión independiente y todos los signos de un autoritarismo tropelero. Y consejos comunales, como aquí. Como en Venezuela, en Colombia han cerrado la revista Cambio, modelo de órgano independiente que destapaba las alcantarillas del poder. Sus directores, Rodrigo Pardo y Maria Elvira Samper, sospechan que hubo en ello mano política de alto vuelo. Como sucede, de oficio, en cualquier despotismo que se respete.

Nada nuevo bajo el sol. Ya Vellenilla, ideólogo del dictador venezolano Juan Vicente Gómez, había defendido la figura del “gendarme necesario”, único capaz de gobernar en naciones impreparadas para la democracia; donde las constituciones escritas dizque no interpretan la realidad sino las constituciones “orgánicas”, y el “César democrático” se impone como necesidad fatal. Nada pueden las abstracciones de la Enciclopedia, ni la libertad del sufragio, ni la libertad de prensa, ni la alternabilidad del gobernante. Todo emana del caudillo, cuyo poder deriva de “los más profundos instintos políticos de nuestras mayorías populares”. Bolívar fue  encarnación suprema de su modelo. Y si, en  1815 escribía el Libertador que “las instituciones perfectamente representativas no se adecúan a nuestro carácter; en cambio sí los gobiernos “paternales”. En 1821 proclamó la dictadura y después su constitución boliviana propuso un régimen de presidencia vitalicia, centralista y de magra independencia de poderes. Santander se quejaba: “nuestra patria, escribió, está regida no constitucionalmente sino caprichosamente por Bolívar”.

También Laureano Gómez denostó del sufragio universal, “madre de todas las calamidades”. En 1952 propuso un modelo corporativista de inspiración fascista, con senado vitalicio, aristocrático, integrado por elección de segundo grado, como lo fuera el de Núñez. En 1954 propuso la instauración de un Estado autoritario que reordenara la educación según el dogma católico. Años atrás había rendido homenaje a Franco, el protector del naciente Opus Dei, y a sus falanges. “Bendecimos a Dios, dijo, porque podemos exclamar ¡arriba España católica e imperial!” Con el desmoronamiento de las dictaduras del Cono Sur se creyó superado el dilema entre autoritarismo y democracia. Falta ver si no lo revive la negra sombra de los Laureanos que hoy aletea sobre Colombia y Venezuela.

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