Sobre tres cimientos formidables se ha montado la corrupción en Colombia: sobre la insólita largueza de la norma de contratación pública con empresas privadas. Sobre la designación de los controladores por los propios controlados, en cuya virtud gobernadores y alcaldes terminan “vigilados” por amigos que no ven la uña larga de muchos gobernantes que se roban la plata de todos en asocio de pillos de cuello blanco y hasta de criminales. La pudibunda clase política fiscalizándose a sí misma. También se ha montado la corrupción sobre la connivencia de un número creciente de jueces de base que, amedrentados o pagados, terminan por favorecer al funcionario o al contratista corruptos.
Desde la Ley 80 de contratación estatal, hija putativa del desmantelamiento del Estado, se cubrió de besos y mimos a cuanto negociante se ofreció como digno ejecutor de tareas que el poder público dizque no podía ya acometer, colapsado como se le diagnosticó, por ineficiente, politiquero y corrupto. Prueba estelar de que el remedio privado resultaría acaso peor que la enfermedad pública es el caso de los Nule. Por su parte, la confabulación de gobernadores con contralores departamentales y de alcaldes con sus personeros floreció al calor de la demagogia descentralizadora que sacrificó instrumentos vitales del Estado unitario: convirtió en rueda suelta la provincia y en caricatura de descentralización el legítimo anhelo autonómico de las regiones. Allí cosecharon fuerzas que, mutilada la injerencia del Estado central, se tomaron por las armas el poder local. Guerrillas y narcoparamilitares hicieron su agosto. Desregulación, ligereza privatizadora, caótico desencuentro entre poder central y poder regional son producto de la Constitución del 91 que la inundación de medio país dejó expósitos. Gobierno y organismos nacionales de control desesperan por evitar hoy el desvío de ayudas a los damnificados. Y mañana, el asalto a las billonadas de la reconstrucción que se invertirán mediante contratos con el sector privado. Mas, si se porfía en la actual dinámica de licitaciones amañadas y contratación a dedo, será, sin duda, la feria de los avivatos.
41 billones de pesos, equivalentes al 21 por ciento del presupuesto nacional, se destinan a contratación. En 4.2 billones calcula el Auditor General, Iván Darío Gómez, la tronera por donde se fugan cada año los recursos públicos a manos ajenas. Unos 9 billones valen los sobreprecios de la contratación amañada. Casi lo mismo que la reconstrucción. Dice el senador Luis Fernando Velasco que en Colombia no se gana el poder sino que se compra: se invierte en ganar alcaldías, gobernaciones, curules en los cuerpos colegiados; la retribución vendrá con creces. Es que la Ley 80 les entrega la contratación del Estado a los alcaldes y, además, les permite a éstos delegarla en cualquiera. Más aun, autoriza adiciones sucesivas a los contratos, de donde se entiende por qué ellos triplican a poco su valor. Para completar, la ley 1150 de 2007 abre la posibilidad de adicionar los contratos de concesión. Vencido el contrato, éste se puede prolongar, sin que medie nueva licitación pública. Fue así como Andrés Uriel adicionó concesiones en vías por valor de 10 billones. Las obras entregadas, claro, representan porción insignificante de lo programado.
En acción envolvente contra el monstruo, Contraloría, Auditoria y Procuraduría proponen reformar el estatuto de contratación del Estado. Y afilan sus medios de control con rendición mensual de cuentas, información unificada sobre ejecución de los recursos en tiempo real y, en ausencia de los partidos –que son el andamiaje de la corrupción- convocan la ayuda ciudadana. Objeto de otras gestas será derribar el muro madre de la corrupción: el narcotráfico.