Dos precursores de natural antagónico tuvo la Reforma Protestante: Martín Lutero y Erasmo de Rotterdam. Un volcán el primero, un aristócrata del espíritu el otro, ambos precipitaron el cisma de la cristiandad que decidió, a la par con otros terremotos, el ingreso de Occidente en la modernidad. Apuntaron ellos contra la autocracia de la iglesia de Roma, contra su envilecimiento y sus dogmas, pero con armas distintas. Lutero provocó una sublevación que derivó en guerras de religión; baño de sangre alimentado por el fanatismo de todos los bandos, duró siglos. Erasmo, el humanista venerado en Europa toda, ridiculizó con sutil ironía el poder del papado, la dogmática católica, la escolástica. Su Elogio de la Locura condensó en sarcasmo de fina prosa la atmósfera de crítica y descontento que les insufló todo su potencial subversivo a las 95 tesis que hoy hace cinco siglos fijó Lutero a martillazos en la iglesia de Wittenberg.

Erasmo fundó la crítica reformadora de la Iglesia que Lutero transformó después en ataque contra el papado, escribió Stefan Zweig en su biografía del humanista holandés. Rivalizaron aquellos titanes desde su propio flanco y estilo, como religioso revolucionario el alemán, como defensor de una reforma conciliada entre las partes su adversario. Pero éste perdió la partida, entre otras razones porque en la hora suprema de mediar no lo hizo, se apocó. Entonces campeó el terror. Hasta siglo y medio después, cuando la Carta sobre la Tolerancia de Locke, epílogo de la revolución inglesa, puso fin a las guerras de religión. Mas no a la Inquisición, al uso entre católicos y protestantes por igual, y cuya impronta aletea todavía hoy.

Lutero devino en Mesías de fuego venido para purificar la Iglesia, para rescatar al pueblo alemán de las cadenas del Papa. A Erasmo le espetó: “la cuestión no podrá quedar arreglada sin tumulto, escándalo y revueltas. De una espada no puedes hacer una pluma ni de una guerra una paz. La palabra de Dios es guerra, es escándalo, es ruina, es veneno”, cita Zweig. Fue el parteaguas entre razón y pasión, “entre la religión de la humanidad y el fanatismo de la fe”. Erasmo lamentó que el nombre de Cristo se trocara en grito de guerra, en pendón de acción militar. Jamás pudo con el obstinado y el monoideista, ya vistiera el hábito de sacerdote, ya la toga de académico, que exige obediencia de cadáver para sus opiniones y a toda idea divergente llama herejía. Mientras Lutero acude sin escrúpulo a cualquier arma, a Erasmo el odio y la venganza le resultan plebeyez, barbarie.

Pero Lutero abrió un camino de libertad que le sonreía al espíritu del Renacimiento y al sentir del capitalismo en ciernes: la libre y personal interpretación de la Biblia. Vino esta merced con la irrupción de un mundo nuevo, opuesto al que asfixiaba en la comunidad tradicional. Mas trajo, a su vez, un sentimiento de desarraigo, de perplejidad y miedo a la libertad. En la íntima añoranza de la autoridad perdida, la versión luterana de Dios llenó el vacío. Ahora podía el hombre entenderse con Él sin mediación de sacerdote, sí, pero humillado en su vileza e insignificancia ante el Padre implacable que había ya elegido a los suyos y condenado a todos los demás. Se satisfacía así el perpetuo anhelo de humillarse a un poder inapelable. Y, en el odio al no-elegido, la compulsión de prevalecer a la brava sobre los demás.

Lutero nunca le perdonó a Erasmo su absoluta libertad intelectual y moral, su rechazo a la argucia que cambiaba el despotismo del papado por el de un Dios tronante. Después de 500 años, ay, el dilema que enfrentó a los paladines de la Reforma entre libertad y dogma reverdece todos los días. En todas las latitudes. En todas las esferas.

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