Un país descuadernado, preñado de malhechores que se ríen desde todas las posiciones del poder, recibe el nuevo Gobierno. Reformista o neoliberal, democrático o tiránico, pulcro o corrompido, sea como fuere, no podrá ignorar esta realidad abrumadora. Pero 84% de aprobación para un Presidente que debuta con bandera de reforma agraria integral sugiere que la gente espera un viraje, no continuidad. Y el cambio, que se reputa de cuño genuinamente liberal, implica vencer la fortaleza que políticos y narcoparamilitares han levantado para adulterar la democracia y rediseñar la fisonomía del Estado, con un fin preciso: si emergentes, enriquecerse; si dueños de heredad, acabar de llenar la bolsa. Impostando respeto a la ley, claro. O a bala.

El diagnóstico de Claudia López permite imaginar los alcances de la lid que se aproxima. Con un acervo impresionante de documentación, en el libro Y refundaron la patria sigue ella el curso de las relaciones entre mafia y política, saga de violencia que redundó en cooptación de medio Estado por iniciativa recíproca de “legales” e “ilegales”. Ya desde el escenario de la legalidad, ya moviendo cuerdas tras bastidores, actuaban todos en pos de idéntico desenlace: capturar la administración del Estado y sus recursos, darle a su poder figura corporal en la política. Tarea de mérito menguado, se diría, pues los cruzados de la nueva patria no encontraron resistencia en el gobierno que, más bien, los acogió como pieza madre de su proyecto histórico. A un tercio del Congreso llegó la representación del paramilitarismo. Y casi todos los 102 parlamentarios investigados por ese cargo eran uribistas. “Los ilegales, escribe López, no eran tan clandestinos. (Contaron) con toda una gama de personas ‘de bien’ y una enorme estructura política para promover sus objetivos en todos los niveles territoriales, políticos  e institucionales”.

En el origen del matrimonio obró la resistencia de los notables de provincia al surgimiento de nuevas fuerzas  que amenazaban el monopolio de los feudos tradicionales del bipartidismo, porción grande de los cuales  sería bastión del   narcotráfico. Obró también la pérdida en 1986 del estatus legal de las autodefensas (abrigo de gamonales y narcotraficantes), y su renacimiento diez años después en las “Convivir”. De todo ello, sostiene la investigadora, derivaron necesidades e intereses complementarios entre elites políticas, mafiosas y armadas: unos necesitaban defenderse (del secuestro), otros administraban chequera y ejércitos para ofrecer protección. Unos medraban en los órganos de la política, otros necesitaban acceder a ellos para blindar el negocio, validar sus intereses y evitar la extradición. Resultado final, una contrarreforma agraria sangrienta; y la parapolítica, con su prontuario de coacción armada y fraude electoral.

Las mafias catapultaron la corrupción pública hasta fronteras insospechadas. Sostiene la autora que del clientelismo, el cohecho y el soborno se pasó a la captura masiva de recursos y negocios públicos en la fuente, mediante cambios legales, exenciones tributarias, concesiones, contratos de estabilidad jurídica, zonas francas y carteles de contratación. Todo bajo un manto de legalidad.

Los jefes del paramilitarismo cayeron en desgracia y los agraciados resultaron ser los políticos y gamonales más propositivos en aquella alianza con el crimen. Sórdido notablato aderezado ahora de narcos, legitimado por un Gobierno que le dejó avanzar en 8 años lo que no hubiera logrado en 30. Fuerza reaccionaria ésta del uribismo duro, que Santos y su Ministro Restrepo parecen dispuestos a enfrentar por el flanco que a Colombia más le duele: la tierra. Acaso ese 84% dijera del hastío general con tanta desmesura. Y que, de persistir, el Gobierno no estaría solo.

Comparte esta información:
Share
Share