“Agobiado por las burlas de sus compañeros de curso”, un estudiante se lanzó en 2006 desde el cuarto piso del colegio Champagnat de Bogotá. Por esos días, otro escolar de 16 años, alumno del Liceo Francés, se arrojó al vacío en las Torres del Parque. Entre enero y mayo de ese año, 64 jóvenes se habían suicidado y en muchos de estos casos mediaba el matoneo. Según la Liga Colombiana contra el Suicidio, aquí 6 de cada 10 jóvenes ha pensado en quitarse la vida. En el otro flanco del fenómeno, acongoja así mismo la muerte de Alexander Larrahondo la semana pasada en Itagüí a causa de una golpiza que tres condiscípulos le propinaron, por haber defendido a una niña víctima de los mismos agresores. Medicina Legal atribuyó la muerte a una infección, pero médicos sostuvieron en El Tiempo y Caracol (4-27) que los golpes habían desencadenado la infección que finalmente produjo el deceso. Entonces, a la más cruda usanza de justicia por mano propia, “combos” (grupos armados) de la zona amenazaron de muerte a los menores responsables. Como si no bastara con balas perdidas y batallas campales y cilindros-bomba y minas antipersona, también el acoso escolar desaparece niños en Colombia: por homicidio o por suicidio inducido.
Matoneo es agresión sistemática –física o sicológica- de algún imitador del protomacho que ve en casa, en internet, en televisión o en el vecindario contra una víctima que, impotente, se hunde en pánico. Cubre todo el espectro que va desde la burla hasta el atropello físico y el sometimiento moral y extorsivo. En la adolescencia, cuando para el muchacho el reconocimiento de sus pares es cosa de vida o muerte, esta práctica puede sumirlo en la desesperación y destruir su existencia social. Pero el acosador no es menos infeliz. Procede por lo general de un hogar del que sólo recibe desprecio y mano dura. Dicen los que saben que, teniéndose por poco, el victimario busca compensar sus carencias y frustraciones ensañándose en el más débil. Señala el afamado siquiatra Miguel de Zubiría que parece existir un nexo entre agredir a otros y agredirse a sí mismo; que de allí podría colegirse la conexión entre depresión y suicidio que “crece en nuestros jóvenes hasta el nivel de la epidemia” (El Espectador, 10-10).
Cadena de maltrato y violencia que, si bien se teje en todas partes, se nutre en Colombia de formas crudelísimas de guerra, tantas veces incorporadas como norma de conducta en todas las esferas del diario vivir. Según la Fiscalía, sólo entre 2006 y 2010 hubo 173.183 inocentes asesinados y 34.467 desaparecidos a manos de paramilitares. Un escándalo. Pero más abrumadora, la indiferencia con que el país registra el hecho. Le resulta “natural”. Natural y hasta heroica les pareció a muchos la apasionada defensa del un Presidente de la República al “buen muchacho” que había puesto en el DAS y resultó sindicado de asesinato. En sociedad tan enferma, natural le resultará a un niño hostilizar a su compañero, aún hasta eliminarlo o llevarlo al suicidio.
En Colombia el matoneo se salió de madre. A maestros y padres de familia y a la clase dirigente parece tenerles sin cuidado. Si se dicta en los colegios cátedra de educación sexual, si se instruye sobre el efecto nocivo de las drogas, ¿por qué no crear una cátedra de convivencia que desarrolle en el niño un sentido moral de respeto a sí mismo y a los demás? ¿Por qué no se vigila en los planteles el juego de los niños y el cumplimiento de sus reglas? ¿Por qué no se divulga la experiencia del colegio José María Carbonell de Cali, donde brigadas de los propios estudiantes median con éxito admirable en los conflictos entre compañeros?¿Hasta cuándo este mutismo frente a hechos tan brutales como que a uno de los agresores de Alexander, de diez años, ya en su barrio lo llamaban “el patrón”?