Fue la gota que rebosó la alcantarilla: la brutal agresión de la Iglesia de Dios Ministerial contra los discapacitados desnudó la sórdida trama de este reino de superstición al servicio del poder y del dinero malhabidos. Astucia que envilece la libertad de cultos que se ofrecía como una epifanía en medio de las tinieblas. Y salió a danzar el dios bíblico que convenía al interés de doña Maria Luisa Piraquive y su familia, terror de los fieles que osen birlar el diezmo o el voto para los candidatos del Mira, su partido. Dios-azote de homosexuales, del propio hijo de la papisa madre, cuya expulsión convirtió aquella en teatro de escarnio público. Dios-látigo de mujeres que abortan, sin que ello la inhibiera para ultrajar a la odiada nuera en público por negarse a abortar el fruto de su otro hijo. Corolario de esta pasión silvestre, la compra de votos que Carlos Baena, su senador y pastor estrella, promueve. Y la apropiación de los dineros del culto por una familia que amasa óbolos de pobres para comprar propiedades en La Florida por valor de 13 millones de dólares. Estafa y abuso de confianza. Delitos adicionados a los presuntos de lavado de activos y enriquecimiento ilícito que la Fiscalía le investiga.

 En buena hora la Carta del 91 introdujo la libertad de cultos y rompió, con ella, el odioso monopolio de la Iglesia Católica; pero fortaleció al tiempo el Estado de derecho. De donde ninguna   iglesia puede brincarse la ley, pues su autonomía para organizarse y alcanzar sus fines llega hasta los límites de la Constitución y la Ley. Ninguna podrá aspirar a montar una dictadura teocrática como la de Calvino en Ginebra, porque la nuestra es una república democrática. Ni violar la norma civil que rige para todos. Las sectas satánicas podrán hacer del diablo su dios, mas no sacrificar niños porque el asesinato es crimen castigado por la ley. La iglesia de los Piraquive podrá creer en un dios astuto y vengador, pero no constreñir el voto, ni forzar la entrega de donaciones, ni lavar dineros del narcotráfico, si fuera el caso.

  Abundan los pastores protestantes que extreman hasta el delito alguna evocación fundacional del calvinismo que asocia  riqueza y  salvación. En su versión simplista, la señal primera del elegido de Dios sería el goce anticipado de bonanza en la tierra. Y otra arista de esta ética es un conservadurismo delirante que, proyectado al poder público, configura a menudo tiranías. Destino de tantos regímenes donde el catecismo fue a la vez norma de fe y ley del Estado. Qué pasaría –se pregunta uno- si nuestro partido lefebvrista o el Mira llegaran al poder: ¿respetarían el orden jurídico, o derivarían en régimen de fuerza justificado en la autoridad inapelable del Creador? México, verbigracia, paradigma de la separación entre Iglesia y Estado, conjuró la incertidumbre y el peligro que representa la mezcla explosiva de religión y política prohibiendo a las iglesias hacer política.

 Tarde nos llega en Colombia la tolerancia, llave maestra del pluralismo religioso y político que hace tres siglos y medio zanjó en Europa las guerras de religión. Pero muchas de nuestras nuevas  iglesias, lejos de honrarla, la mancillan y se dan –como ésta de los Piraquive- a delinquir. A imitación de la Iglesia Católica, se suman  a la ofensiva renovada que se despliega ahora contra el Estado de derecho. No es su lucha la de los purpurados católicos que hicieron durante dos siglos su propia guerra política. La de la Iglesia de Dios Ministerial parece peor aún, pues procede por discriminación, estafa y extorsión de su propia feligresía. Caigan los jueces sobre estos mercaderes de la fe, como paso inicial para salvar la libertad de cultos.

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