¿No les basta con los 220.000 muertos mal contados del conflicto? ¿A cuántas décadas más de violencia aspiran los amigos de la guerra? ¿No ven o no quieren ver llegado este momento único para la paz? En su escalada contra el fin de la contienda, Uribes y Ordóñez y Londoños –fundamentalistas del castigo para la contraparte y de la vista gorda para la propia- honran la predilección por las armas que un día les dio el poder y hoy reavivan para reconquistarlo. Saben, además, que exigir investigación y condena por todos los crímenes de todos los guerrilleros en medio siglo de conflagración es ahogar cualquier intento de paz. Por impracticable. Bonito atajo de insubordinación contra el mandato constitucional de paz, que se resuelve en espectáculo moralizante (y electorero) de última hora.
También las Farc parecen atravesar sus palos en aquella rueda. Mezquinar el reconocimiento de sus víctimas y querer pasar por inocentes no hace sino refinar el odio de los colombianos hacia esta guerrilla, alinear a la opinión contra las negociaciones de La Habana y poner, así, la paz al borde del abismo. Y las zancadillas del ministro de Defensa, ubérrimo valentón que no baja de terroristas y hampones a quienes el propio presidente dio categoría de interlocutores válidos. Sus arrebatos, acaso enderezados a congraciarse con Uribe, fiero opositor a soluciones distintas de la reducción del enemigo por la fuerza, acusan debilidad e incoherencia del Gobierno. Y enturbian la osada defensa de Santos en la ONU del derecho de Colombia a conjurar la violencia, modulando a su manera el difícil binomio de justicia y paz, pero privilegiando siempre a las víctimas.
Ante el desafío de integrar las guerrillas a la civilidad de modo que puedan hacer política sin armas, en su tremendismo paralizante el procurador interpone (y magnifica) la supuesta prelación de la justicia internacional sobre la propia, dizque para evitar impunidad. En verdad, aquella sólo interviene si la nuestra no sanciona los delitos de lesa humanidad. Que no es el caso, como lo anticipa el Marco Jurídico para la Paz. Por otra parte, no toda ejecución de pena se resuelve en cárcel, y la Corte Penal Internacional así lo admite. Puede la justicia ser también restaurativa, si median confesión de la verdad, ruego de perdón y reparación a las víctimas, dejación de armas y acatamiento de la pena. Pepe Mujica, el sabio de la tribu, defiende la libertad de Colombia para trazar su camino: la justicia, dice, siendo válida, tiene mucho de pasado; y la paz, mucho de porvenir: “la paz vale más que todo lo demás”.
Mucho de hipocresía hay en la descalificación de este esfuerzo por alcanzar el don supremo de la paz. Destapa Maria Elvira Samper (El Espectador, 9,29) perlas que dejan estupefacto al país, vista la beligerancia de la derecha contra el más leve riesgo de impunidad. Resulta que, siendo presidente, habría firmado Uribe carta de intención con las Farc para convocar una constituyente integrada a dedo y sin refrendación popular por 50 amigos del Gobierno y 50 delegados de las Farc. Más aún, propuso amnistía disfrazada de “alternatividad penal” para victimarios de las autodefensas y paramilitares sindicados de crímenes atroces. Monumento a la impunidad, ese sí, que debió moderarse después como Ley de Justicia y Paz.
Con todo, podríamos los colombianos buscar caminos de entendimiento para encarar, juntos, un propósito que exige más que votos, y más valentía que la guerra: la paz. Imposible porfiar en la prehistoria, en el estadio de salvajismo que da su habitat a la guerra. Imposible resignarse a llorar otros 220.000 muertos. Vengan la reconciliación y el perdón.