Miles de hombres y mujeres se sublevarían contra la elección de Néstor Humberto Martínez como Fiscal, si la Corte Suprema cometiera este miércoles el desliz de asignarle el cargo. Como si no bastara con la indolencia de jueces y policías frente a la brutalidad doméstica que se cierne sobre las mujeres, propone Martínez despenalizar el feminicidio y la violencia intrafamiliar. Porque criminalizarla, dice, atentaría contra el núcleo familiar. Alude, sin duda, a la familia patriarcal, una entre las muchas modalidades de esa institución que hoy existen. Pero es aquella, precisamente, fuente primera de las agresiones y crímenes que se busca conjurar. Preservarla es perpetuar su razón de ser, el ejercicio del poder vertical, inapelable del patriarcalismo sobre la mujer, instalado en el inconsciente del varón. Y su instrumento, la violencia física, moral o económica, de recio poder disuasivo, pues viene consagrado por la religión y la cultura para situar a cada uno en su lugar: al hombre, en su pedestal de amo y señor que desde niño desprevenido el medio le asignó; a la mujer, en el oscuro rincón de la servidumbre doméstica.

Ya la Biblia definía prioridades entre sexos: “Tus deseos serán los de tu marido, y él mandará sobre ti”, se le dijo a la mujer. Sentencia terrible que sellaba la victoria del monoteísmo, del patriarcado sobre el matriarcado, del dios-varón sobre las diosas de la fecundidad. E iba contra natura: no nacía ya el hombre de la mujer, era ésta la que nacía de una costilla de Adán. Y la imagen del dios viril se proyectó a cada figura de autoridad masculina: al padre, al marido, al sacerdote, al juez, al rey, al Estado.

Mas no todo en la familia patriarcal es violencia desembozada. Tras una acumulación de sutiles humillaciones diarias que minan la dignidad de la mujer, su autonomía y su libertad, aquella va ascendiendo de agresión física a violación y, aún, al asesinato. El feminicidio es desenlace de una violencia moral alimentada por micromachismos o manipulaciones a menudo maquinales. Como relegar en la mujer las tareas domésticas, pues ella “las hace mejor”. O prohibirle salir, estudiar, trabajar, para “ahorrarle esfuerzo”. O descalificar sus opiniones porque a su intelecto le basta con las delicias de la maternidad. Con el tiempo, los micromachismos causan daño irreparable contra el cual no hay defensa porque son imperceptibles. O ejecutados con manecita rosadita.

Tras el amor romántico entre príncipe azul y princesita se agazapa el más sórdido ejercicio de poder que trueca las diferencias de sexo en desigualdad y asigna roles a conveniencia del varón: a él le adjudica el mundo e ímpetus para desafiarlo; a ella, el reino del hogar, edén del sometimiento, el aislamiento y, cómo no, del silencio. De transgredirlo, obrará su compañero con  energía suficiente para reducirla por la fuerza. 83.000 casos de violencia doméstica se denunciaron en Colombia en el último año y medio, la mayoría, contra mujeres. La cifra sólo recoge la cuarta parte del fenómeno, pues la mayoría de víctimas no denuncia. Y el 97% de los casos queda en la impunidad.

Lejos de ablandar o suprimir normas de protección a la mujer, hay que revolucionar la Fiscalía para que se apliquen a cabalidad. Revaluar la concepción de familia, su organización jerárquica, autoritaria, monolítica. Y los estereotipos de género que condenan a la mujer a la esclavitud; y al hombre, a violentar su  natural humano con la exigencia de fungir siempre de macho-proveedor y dómine sin el femenil derecho al llanto. Porque aquello de llorar “es de nenas”. Pueda ser que no apadrine la Corte al candidato que se ofrece como enemigo jurado de la mujer.

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