Acaso no se lo propusiera la senadora Liliana Rendón. Pero su agreste inculpación a una señora por la golpiza que el “Bolillo” le había propinado provocó un escándalo mayor que el del agresor, y efectos inesperados. Primero, le dio visibilidad y rango político a la violencia contra la mujer que, siendo asunto público, pasa por privado. Segundo, formalizó la extendida teoría de que esa tara social es culpa de la mujer, demonio que provoca la ira del varón y su desenfreno sexual. Tercero, puso en entredicho la interpretación contraria, que acusa el ejercicio incontrolado de la fuerza bruta, masculina, contra la mujer que es pétalo de rosa “incapaz de una opinión desemejante” –diría el poeta-, negada para el heroísmo o la perversidad. Ambas versiones degradan a la mujer. Y saltan por las ramas de una planta carnívora que echa raíces en el seno mismo de la sociedad que desprotege a las mujeres hasta reducirlas a minoría discriminada, sin auxilio de la justicia y del Estado.
Aquí la cultura se regodea en su peor expediente: decreta la inferioridad “natural” de la mujer y la recíproca superioridad del hombre. Ella nació para el sufrimiento y la resignación; él, para la acción que podrá resolverse en agresión impune. La familia patriarcal asoma todos los días su fea cabeza de autoritarismo y violencia contra niños y mujeres. A la mujer se le golpea, se le paga menos por su trabajo, se le impone doble jornada laboral. A poco, si aborta para preservar su vida se le decretará muerte en vida tras las rejas. Hasta no hace mucho, la ley perdonaba al hombre que “en estado de ira e intenso dolor” asesinara a su mujer. La norma se derogó, mas no su espíritu. Éste sigue vivo en la conducta de los colombianos, en la tolerancia de la sociedad con la crueldad, en la indolencia de la ley para socorrer a la mujer y devolverle su dignidad de ciudadana con derechos que son iguales para todos. Según Forensis, en estudio de 54 asesinados en entorno familiar, 47 eran mujeres.
La queja de víctima indefensa debilita aún más a la mujer, pues le reafirma una condición de inferioridad que no nace de su natural femenino sino de la desprotección. Sea cual fuere el remedio, la sociedad y ley deberán llevar la batuta: sociedad solidaria y justicia eficaz. Responsabilidad compartida entre hombres y mujeres. Ellos, para entrar en razón; ellas, para no permitir el maltrato. Vecinos y transeúntes, para denunciar siempre y con premura cualquier episodio de violencia contra la mujer. Nada de ello se logrará, sin embargo, sin campañas masivas de educación enderezadas a no contemporizar con estos delitos. Ejemplo al canto, el del cigarrillo: fume usted en un lugar público y será linchado; pero péguele a su mujer en la calle y la gente seguirá de largo. A la vigilancia permanente y el compromiso de cada ciudadano ha de sumarse la ley. Con dientes. Dotar a la Fiscalía, a juzgados e inspecciones de policía, a las oficinas de trabajo, del instrumental necesario para tramitar las denuncias por maltrato y por discriminación salarial. Todo ello amparado en políticas que propendan a la igualdad entre hombres y mujeres.
Cuando la protección de la mujer sea responsabilidad mutua de géneros, de la sociedad y del Estado, pasará a la historia el manido discurso que atribuye la debilidad de la mujer a su supuesta inferioridad: ni arpía subhumana, ni pétalo de rosa. Aunque no tenga la musculatura del varón, la mujer no es débil de suyo; es que la discriminación social la debilita. Sobrará también la humillante condescendencia de imponer cuotas políticas para ella, merézcalas o no. Ni una mujer como Angélica Lozano, ni un hombre como Rodrigo Lara Restrepo necesitarán graciosas concesiones para hacerse elegir concejales de Bogotá. Llegarán por mérito propio.