Muchos en la ultraderecha deben de andar felices. No contentos con los aprietos de la paz, querrán ahora adjudicarse el ominoso mérito de haber creado la reserva más prometedora para su proyecto autoritario: 73% de nuestros adolescentes se allanaría a una dictadura, si ella brindara orden y seguridad; y la mitad se muestra proclive a la corrupción y la violencia (Estudio Internacional de Educación Cívica y Ciudadana). Alarmante mentiz a la democracia, cuyo único origen no es el odio que algún caudillo destila y legiones pueden convertir en ganas de matar. Otros huevitos empollan también en el nido de una educación más pensada para el todovale, la acción intrépida y el atentado personal que inclinada a formar ciudadanos dispuestos a la convivencia civilizada y pareja entre gentes de toda condición y capaces de concebir un proyecto de nación.

Empezando por el modelo de familia edificado sobre la autoridad que se descarga como un fierro casi siempre sobre sus miembros más indefensos: sobre la mujer y los niños. El amor parece allí un adorno grotesco, pues cree legitimar toda laceración y vejamen en la violencia intrafamiliar. Por su parte, la escuela no termina de sacudirse el peso muerto de las Iglesias, en su abusivo empeño de salvar almas avasallando la libertad y el pensamiento crítico. Y la guerra –¡ay, la guerra!– con su brutal corolario de narcotráfico, que enfermó a la sociedad y moldeó nuestra manera de sentir, de pensar y de actuar en todas las clases sociales y en cada recoveco de la geografía nacional.

“Educados” en la ignorancia de la historia y las humanidades; ajenos al arte; alelados ante el primer demagogo que funge de Mesías y predica la guerra, ante cada valentón que dispara desde una moto sin fallar el tiro; seducidos por la enseña antioqueña que alcanzó categoría nacional: “consiga plata, mijito, consígala honradamente; pero, si no puede honradamente… consiga plata, mijito!”. Castrada así su capacidad creadora y crítica, hacen nuestros niños sus primeras armas en la escuela. La Fundación Plan estableció que casi la cuarta parte de los estudiantes de colegio había ejercido algún tipo de violencia. Por matoneo, 56%; tres de cada cinco víctimas de este piensa en la venganza o en el suicidio.

Ya mayorcitos, escogerán la dictadura como forma de gobierno si, además de seguridad, ofrece beneficios económicos. En vez de partidos-antro de corrupción, de la justicia inoperante y del Congreso, escogerán la mano dura y el camino del atajo. Su símbolo se habrá insinuado en el hogar inhóspito, en el negociante que tumba al socio, en el maestro de dogmas, en el joven “emprendedor” que se enriquece en un santiamén (y no preguntes cómo), en el sicario endiosado por la televisión, en el guerrillero verdugo del pueblo al que dice defender, en el paramilitar capaz de jugar fútbol con la cabeza de sus víctimas, en el politicastro que miente y ofrece gobernar por siempre, con la espada y sin la ley. Sobre estos moldes vacían la cera de su dictador imaginado. Mas, ¿qué sabrán de dictadores nuestros adolescentes, si en el programa de estudios se suprimió la historia? Ya reivindicarán el derecho de estudiarla siguiendo la divisa de Jorge Orlando Melo: la historia es una forma de aprender a pensar y a no comer cuento.

No está la enfermedad en nuestros niños, está en la sociedad. En el largo camino de reconstruirla, serán decisivos la energía, la inteligencia y el valor que cientos de miles de jóvenes despliegan en otra orilla. Como Julián Rodríguez Sastoque, líder juvenil respetado aquí y en el extranjero por su trabajo en pos de “un mejor país”. Hoy reivindica su honor, mancillado por voceros del uribismo, que acaso mucho esperen de la chiquillada arrojada a las fauces del fascismo.

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