Dijo una dama de Medellín, llevándose la mano al corazón. Así se sumaba ella, entusiasta seguidora del expresidente Uribe, al contingente en expansión de colombianos sacudidos por el imperativo moral de ahorrarle a su país otros 300.000 muertos. Otros se inclinarán, aun desde orillas opuestas a la del Centro Democrático, por sacrificar esta oportunidad irrepetible de conjurar la contienda, en el altar de una paz perfecta, impracticable, sublimada en la propaganda de los paladines que no mandan a sus hijos al frente de batalla. Muchos en la base del uribismo se dejarán arrastrar de buena fe por el señuelo de una “paz sin impunidad”, fraguado en la aversión de la gente hacia las Farc. Pero hacen sus dirigentes maromas para tratar de ocultar lo inocultable: votar contra el acuerdo de paz es votar contra la desmovilización de las Farc; contra su renuncia a las armas y su incorporación a la vida civil. Es, en últimas, votar por la contrapartida inevitable de la paz posible: la continuidad de la guerra.
Guerra de crueldades y sevicia que desafían la imaginación. De escuelas paramilitares que enseñan a descuartizar hombres vivos, con motosierra o machete. De incinerados en el horror de Machuca, en incendio provocado por voladura del oleoducto por el ELN. De 27.000 secuestrados, casi todos a manos de guerrillas. De 25.000 desapariciones forzadas, más del doble de las que registraron las dictaduras del Cono Sur. De masacres selladas con huida de los que no alcanzaron a mirar atrás para dar un último adiós a sus muertos.
No se libra esta guerra entre combatientes, señala el Grupo de Memoria Histórica, en cuya obra nos apoyamos aquí: su blanco privilegiado fue el campesino inerme. En él se ensañaron los armados para sembrar el terror, subyugar a la población, provocar desplazamiento masivo, apropiarse la tierra y controlar el territorio. Debió ser guerra de exterminio, pues trataron a la población como prolongación del enemigo. Si paramilitares, masacre y tierra arrasada. Si guerrilleros, secuestro. Si miembros de la Fuerza Pública, asesinato selectivo. Degollamiento, descuartizamiento, decapitación, empalamiento fueron medios de violencia y crueldad extremas, especialidades del paramilitarismo.
A la masacre se acudió para causar terror y sufrimiento intenso; para fracturar relaciones y vínculos sociales, para destruir la identidad y la cultura de la comunidad. Doblemente dolorosa, cuando las víctimas fueron niños. Como los 48 que perecieron entre las 102 personas caídas en la iglesia de Bojayá. La desaparición forzada es delito atroz que oculta un asesinato; tortura sicológica para la familia, prolonga el padecimiento en la incertidumbre y la imposibilidad del duelo. Por su parte, el secuestro es barbaridad contra la libertad y la dignidad de la persona. De miles de secuestrados no volvió a saberse: se convirtieron en desaparecidos. La violencia sexual busca degradar a la mujer y humillar, en ella, al enemigo. De desplazamiento, ni hablar; en este rubro, es Colombia campeón mundial. En el peor momento de su tragedia, el pueblo de San Carlos, víctima de todas las violencias, vio reducir su población de 25.000 habitantes a 5.000.
Más allá de cualquier pretexto jurídico, espíritu de venganza o embuste, el plebiscito que se avecina podrá ser un grito de rebeldía contra el horror. Fiesta para congratularse por los muertos que ya no serán. Epifanía, si triunfa de la sinrazón; de la desvergonzada evocación por la bancada uribista del régimen ominoso que vistió de negro sus banderas. Cada día menos colombianos se sienten capaces de votar por la guerra. Y esta comprobación devuelve la esperanza.
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