Acaso por un cansancio de guerra –que aflora a los primeros coquitos de paz– va limando la ciudadanía el lenguaje contumaz que se apoderó de este país arrojado al deschavete y la violencia. Tono y palabras van cambiando en parcelas enteras de la sociedad, conforme se acerca el momento de decidir si parar el conflicto o perpetuarlo. Si parar o perpetuar el discurso de odio, venganza y crimen que el narcotráfico generalizó y algún expresidente adoptó como estética de guerra; como la guerra por otros medios, diría el marxista. No es poca cosa. En la nueva atmósfera que empieza a oxigenar el debate marca pauta el timonazo de los jefes enfrentados un día en la contienda. Llámese presidente Santos, cuando reconoce responsabilidad del Estado en el exterminio de la UP. Llámese general Mejía, cuando exclama ante su tropa que la paz es la victoria. Llámese Timochenko, cuando declara ante la suya que la mayor satisfacción de las Farc es haber ganado la paz. Llámese Pablo Catatumbo quien, “con humildad sincera” y bañado en lágrimas, les pidió perdón a las familias de los diputados que su guerrilla asesinó. Pero pesa, como nada, el reclamo airado de esas víctimas a sus victimarios, preludio de su disposición al perdón. Colorida pincelada del fresco que podrá ser una Colombia reconciliada.
Una Colombia ajena al modelo ético que Medófilo Medina califica como contrarrevolución cultural: “emanaciones tóxicas de la guerra sin reglas y de la violencia difusa” que invadieron la cultura colombiana. Sus elementos, mentalidad y conducta marcados por el todo vale; pragmatismo amoral; violencia en las relaciones personales, de buen recibo en todas las clases sociales; culto al militarismo estatal, insurgente o paramilitar; revanchismo y la mentira como norma en el debate político; invasión de la estética del traqueto, e íntima convivencia de valores de muerte y de legalidad. En tal exaltación de la doble moral, el país denigra más de las Farc que de su émulo en violencia, el narcotráfico. Tal vez porque fue este pródigo con los excluidos. Y no por caridad cristiana. Atentos solo al pragmatismo del negocio y su estela de muertos, irrigaron los narcos dinero acá y allá, con lo que abrieron compuertas de poder y ascenso social a los siempre segregados por una oligarquía despótica y sin méritos.
Recuerda Duncan que, además, en lejanías abandonadas de la patria, ofrecieron los narcotraficantes el orden y la protección que las comunidades demandaban. Así, la organización de la violencia privada canalizó el ascenso de los olvidados. Y, súbitamente, se transformaron las jerarquías sociales, la división del trabajo y la distribución de la riqueza. Mafias y señores de la guerra se tomaron el poder local. Tras ellos, los grandes beneficiarios: parte de la clase política y señorones divinamente que blanqueaban el dinero en operación de profilaxis regada con un whiskicito, ala.
Aquella revolución social lo fue también estética y moral. Y sin fronteras. Un matoneador del profesor Daniel Segura Bonett, estudiante de Los Andes, cuenta cómo se burlaban de Segura en el colegio hasta que se ponía “rojo” de indignación. “A la cara roja que vieron quienes pasaban por la calle cuando Daniel se votó (sic) desde su apartamento y dejó pintado el piso de sangre […] nosotros todavía teníamos tiempo para vivir, así que decidimos reír otro rato”.
Moral de alcantarilla, desalmada, en los escenarios más exclusivos.
Vencer la guerra este 2 de octubre será empezar a derrotar también patrones de comportamiento prestados por un conflicto envilecido, despiadado, que se expresa todos los días en el lenguaje traqueto que naturalizó el discurso del horror. Primer paso para lograrlo, votar Sí