¿Qué pasaría si se cambiara el nombre de Escuela Superior de Guerra por el de Escuela Superior de Paz?, preguntó un día a sus alumnos el profesor de Ética en un curso de ascenso para oficiales de las Fuerzas Militares. Entonces estalló en el aula la discusión, y duró semanas. Cuenta el capitán de navío Samuel Rivera-Páez que “para mí, ese día la posición acerca del fin de la profesión militar ligado a la construcción de paz y no a la guerra, se hizo evidente”; pese a que siempre se entendió que la profesión de las armas era para ganar la guerra y a que muchos oficiales persistían en la idea. Esta, entre otras revelaciones sobre la identidad social e ideológica de la oficialidad colombiana; sobre su insospechada heterogeneidad (que en todo caso respeta el espíritu de cuerpo) marca un hito en el estudio de nuestra Fuerza Pública. Es el trabajo del propio Rivera “Identidades individuales y colectivas de los oficiales de las Fuerzas Militares colombianas”, publicado por la Universidad Javeriana.

Soberbia incursión en lo temido, por desconocido. Bajo el mito del titán que ha recibido el poder de quitar la vida y el destino de entregar la propia, descubre Rivera la tensión, menos poética, que ha campeado en estas décadas: entre la estrategia militar del fin del fin y la de la victoria es la paz. Y entre la autorepresentación del uniformado como héroe dispuesto a morir por la patria y la imagen que de él se ha formado la sociedad. Imagen que exalta al soldado en lucha contrainsurgente y en defensa de las fronteras. Pero se diría también que deplora la histórica subordinación de sectores militares a corruptos y verdugos del pueblo, aborrece la infamia de los falsos positivos y la “sentida condolencia” del comandante del Ejército por la muerte de Popeye, asesino sin par en los anales universales del crimen.

De la manera como los oficiales se ven a sí mismos infiere Rivera la identidad del grupo, sus valores, sus emociones y motivaciones para la acción política. Forjan ellos la singularidad colectiva en su misión de dar la vida por la patria, avivada por el imaginario de una historia heroica; pero, a la vez, en la sensación de que la sociedad los estigmatiza. Han desarrollado una suerte de ciudadanía paralela y exclusiva, conservadora, que mezcla sentimientos de superioridad moral por su disposición al sacrificio como combatientes en el conflicto, con una conciencia dramática de la limitación de sus derechos políticos. No se sienten ni cerca de las élites ni cerca del pueblo. Comunidad indiferente a su capacidad de entrega, desconfían de la sociedad y la miran desde afuera.

Tensiones entre progresismo y tradicionalismo en materia social y del poder condensan la sorprendente ebullición de ideas en una colectividad formada para la neutralidad política. Es que nadie que librara esta guerra de medio siglo podría permanecer impasible a sus horrores. Guerra infructuosa para  oficiales como Rivera quien, tras 27 años de acción militar, constató que “la violencia crecía y la institucionalidad difícilmente podía contrarrestarla; ni resolvía la marginalidad y la pobreza”. Que debía prevalecer el diálogo con el adversario sobre la eliminación del enemigo. Opción que muchos compartían, en la convicción de que la paz no es sólo el silencio de los fusiles. Y, sin embargo, el investigador vaticina que prevalecerá la identidad del guerrero sobre la del constructor de paz.

Tan diversa es la oficialidad militar como variada su representación en la sociedad, que va del estereotipo del villano al del héroe. Pero esta investigación, de consulta obligada por su originalidad y rigor, humaniza a los militares: casi deja ver su arista de antihéroes.

 

 

 

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