Malitos los actores. Quisieron montar una tragedia (sembrar el caos, hacer invivible la república); pero exageraron a tal punto en gesticulación y voces engoladas, que resultaron inverosímiles y terminaron interpretando una ópera bufa. Para salvar el pellejo, en su vieja escalada contra la justicia precipitaron el fiscal Martínez y el senador Uribe la asonada del día contra ella. Ya la Corte Suprema preparaba reconvención al fiscal por conflictos de interés en el ejercicio del cargo, a cuyo amparo encubría la desmesurada corrupción de Odebrecht. Y reactivaba llamado a indagatoria a Uribe, por manipulación de testigos en un caso que involucra a paramilitares. Curtidos manipuladores de la opinión hasta transformar franjas enteras de ciudadanos en rebaño, aprovecharon el desconcierto de muchos ―crédulos impresionables al vibrato de la caverna y fanáticos que le hacen eco― para mutar en oportunidad política su derrota colosal con las objeciones a la JEP e invitar a la protesta callejera contra ella. Y pasar a mayores. Fantasearon con demolerlo todo con la contundencia de una acción sin retorno.
Según ellos, el auto que libraba de extradición a Santrich desafiaba el orden jurídico y obedecía a un pacto de cogobierno con el narcotráfico. En nombre del Estado de derecho y de la paz, un reducto de exaltados propuso decretar estado de conmoción interior y convocar constituyente. El primero, para extraditar a Santrich acaso sin pruebas, provocar así el regreso de los desmovilizados a la guerra y ensayar los excesos que la conmoción permite en manos de algún perdonavidas desesperado y vengativo. La segunda, para rediseñar un Estado que quepa en el bolsillo de la derecha.
Ni marchó la galería en las calles, ni vivieron más de un suspiro las iniciativas de conmoción y constituyente. Pero Martínez se dio el lujo de inducir, por omisión de pruebas, la decisión de la JEP, que se pronunciaba en estricto derecho. Él y los gringos se las negaron una y otra vez. Mas, no bien se conoció aquel auto, aparecieron las esquivas pruebas. A dos minutos de su libertad, recapturó la Fiscalía al sindicado para juzgarlo, como bien lo proponía la propia JEP. Mas ya Martínez había llevado la justicia transicional a la picota pública y ahora se coronaba con laureles de justiciero insobornable. Ni el Presidente ni el partido de Gobierno le preguntaron por su oscura relación con la firma más corrupta del continente.
No podían. El flamante embajador de Estados Unidos acababa de inmortalizar a Martínez con el calificativo de “patriota”. Al estruendoso silencio con que este Gobierno bendijo la humillante violación de la soberanía nacional en cabeza de nuestras Cortes le seguirá la marcha ―hace nueve meses emprendida― de colonizados en pos del amo. José Obdulio Gaviria, ideólogo del ala extremista del Centro Democrático, abrió en febrero de par en par este camino cuando escribió con pasión de converso: “bien valdría la pena que Secretaría de Estado piense seriamente en aplicar sanciones a los magistrados JEP saboteadores/cómplices”.
Le salieron al público con una bufonada y éste va desalojando desencantado la sala. Ya lo habían dicho voceros de los Partidos liberal, la U y Cambio Radical: “el caos que algunos pregonan no existe. Las soluciones están previstas en nuestra Carta Política”. Y Álvaro García, presidente de la Corte Suprema remachó con broche de oro: rechazó “el sistemático ataque a la integridad del poder judicial […] Las Cortes representan la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución. Cualquier interferencia, acto injusto, persecución o interceptación ilegal contra sus magistrados es también una agresión contra la independencia judicial”. Controle la ultraderecha su compulsión subversiva contra el Estado de derecho. Mejor le va si se aviene a la democracia y a la paz.