Con todo y sus altibajos, dos hazañas registra en su haber el presidente en lo que lleva de gobierno, ambas enderezadas a la paz. Primero, la política de restitución de tierras a las víctimas del conflicto, osadía que tiene alebrestada a la Mano Negra. Segundo, su propuesta al mundo de considerar la legalización de las drogas, como alternativa al ruidoso fracaso de la guerra contra ellas. En declaraciones al Observer de Londres que le dieron la vuelta a Europa, el Presidente de Colombia sorprendió con su tácita descalificación de la política antidrogas que el Gobierno de Estados Unidos impuso, aunque sabe que somos nosotros quienes ponemos los muertos. Es menos dañino legalizar que perseguir el tráfico de drogas, argumentó. Pese a la presumible resistencia que le opondrían todos los poderosos que se han lucrado de esta guerra, no le tembló la voz. Cavilosos andarán el gobierno norteamericano; los productores de armas; los mafiosos y sus ejércitos que han colonizado un tercio del Estado colombiano, amén de los políticos que les hacen la segunda; las Farc, que devinieron cartel de la cocaína; los militares colombianos, hechos ya a sueldos y primas y gabelas del astronómico presupuesto de guerra, no pocos enriquecidos con sobornos de narcotraficantes. Y la banca internacional que nutre con los réditos de este mercado negro la cueva de Alí Babá, eufemísticamente llamada paraísos fiscales.

Si para Estados Unidos la política antidrogas dizque es problema de seguridad nacional, para Colombia es tragedia nacional. Aquí la persecución al narcotráfico, lejos de erradicarlo, valorizó el mercado negro de la droga, nos inundó de sangre y elevó a toda suerte de maleantes al poder en un tercio del Estado. De donde, si prosperara el debate mundial y se produjera un viraje, la legalización sería un proceso responsable –que reordenara prioridades del presupuesto-. Se trataría entonces de invertir más en prevenir, educar y rehabilitar que en gasto policivo y militar. Gasto insultante para un país donde la quinta parte de su gente se acuesta con hambre.

Por otra parte, afloran en la comunidad mundial síntomas discretos de que podría llegar a intervenirse el emporio financiero de los grandes capos del narcotráfico. Juega en él la gran banca internacional que capta sumas inimaginables del narcotráfico global, las lava y las recicla en inversiones legales, sobre todo en las bolsas de valores. La sola palabra ‘legalización’ le resulta a este sector ‘éticamente’ intolerable: las proporciones del negocio autorizan cualquier impostura. Es que del precio final de la coca al campesino plantero le llega el 1%; los mayoristas se quedan con el 23%, y los distribuidores finales, con el 73%. Sólo 3.5% del valor final retorna a los países productores, mientras los banqueros acaparan la parte del león.

El dirigente empresarial Nicanor Restrepo le dijo a Semana: como la droga es un negocio ilegal, produce utilidades tan jugosas que permiten armar ejércitos y corromper políticos, empresas, aduanas, bancos, todos los instrumentos necesarios para mantener a flote una economía clandestina. De la descomposición social, de la estela de muertos que va dejando a su paso, ni hablar. Pero está probado que la represión del narcotráfico no desmonta el negocio ni conjura la violencia que conlleva. En buena hora tuvo Santos la valentía de abrir el debate sobre la legalización de la droga. Mas, para ganar aquí la partida, tendrá que convocar el apoyo de los colombianos. Sólo así podrá enfrentar la oposición de quienes han cosechado blasones y riquezas a costa de esta guerra absurda. De Álvaro Uribe que, cabeza de la derecha más reaccionaria, se apresuró a descalificar todo conato de legalización. Como cuestionó la ley de víctimas. Acaso porque restitución de tierras y legalización de la droga ayudarían a la paz.

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