Llega, providencialmente, el último libro de Piketty a esta Colombia que se rebela en las calles, como nunca antes, contra la inequidad y el abuso. Ofrece el autor propuestas de esperanza que alarman a la avara dirigencia prendada de su ombligo y su faltriquera. Y no porque traigan impronta chavista sino porque resultan viables en democracia, que respondieron con creces a la prueba de la historia. Porque son experiencia vivida, a la mano, en el Occidente capitalista durante casi todo el siglo XX, en cuya virtud se alcanzaron cotas inéditas de crecimiento económico y prosperidad. Es el modelo de la socialdemocracia.
Se afirma ésta, sobre todo, en el yunque del impuesto progresivo, con tarifas hasta del 90% a los más ricos, para financiar la política social del bienestar general: pensiones; salud y educación universales y gratuitas. Hasta los años 80-90, cuando Thatcher y Reagan soltaron las amarras a especuladores y banqueros, desplomaron la fiscalidad progresiva –Trump acabó de hundirla reduciendo hasta el 21% el impuesto de renta a los multimillonarios– y convirtieron salud, educación y pensiones en negocio privado. Pero la tempestad de la protesta arrecia en todas partes y el neoliberalismo hace agua. Piketty le contrapone el paradigma de una socialdemocracia remozada. Apunta a un nuevo contrato social basado en otra idea de igualdad, de propiedad, de educación y distribución del poder.
Por su parte, contra la historia y el clamor de los colombianos, el Presidente Duque abruma de regalos tributarios a los más ricos. Con la reforma tributaria que el Congreso le aprobó mientras la gente acusaba la bofetada en pleno rostro, feriaba concesiones hasta por $26 billones. Y les perdonaba a los más pudientes otros $8 billones en impuestos, para un total de $34 billones. Sin contar con que ahora los patrimonios hasta de $5.000 millones no pagarán impuesto a la riqueza. Para moderar el faltante en las finanzas públicas, sigilosamente, en las tinieblas de la última noche del año, firma el Presidente un decreto que recorta en $9 billones la inversión pública y social, salud y educación comprendidas. Seguirán los fondos privados de pensiones perorando sobre bomba pensional, las EPS apoderándose de los fondos públicos de Salud y los empresarios suprimiendo puestos de trabajo mientras se embolsillan los impuestos perdonados para que crearan empleo. Los superricos del país ni siquiera pagan la pizca que les cargan a los suyos en Estados Unidos: por rentas de capital, gracias a todas las porosidades y gabelas, aquí sólo pagan el 1.8% efectivo, señalan Espitia y Garay.
A este arquetipo contrapone Piketty una socialdemocracia remozada, con criterio igualitario anclado en la propiedad social, en la educación, en la redistribución del poder. Una democracia participativa que reoriente la economía hacia la justicia social y fiscal. Pero sociedad justa no significaría uniformidad ni igualdad absoluta. Absoluta tendría que ser, eso sí, la igualdad de acceso a los bienes básicos: a participación política, salud, educación y renta. En ello, insiste, juega papel crucial la progresividad fiscal. Allí donde se aplicó hubo pleno empleo y, pese a impuestos elevadísimos a los ricos, la productividad y el crecimiento económico se dispararon. Y Galbraith pudo registrar su asombro ante la insospechable opulencia.
El modelo que Piketty rescata (del cual sólo tomamos aquí la progresividad fiscal) no implica la destrucción del capitalismo, pero sí podrá limar las dramáticas desigualdades que en Colombia pesan sobre una ciudadanía humillada y sin miedo. Urge un nuevo pacto social para el tercer país más desigual del mundo. ¿Un pacto socialdemocrático? Por qué no.