Carambola a tres bandas quiso anotarse el renacido integrismo católico. Acaso sueña la Iglesia en volver a controlar cada resquicio de la sociedad a golpes de Biblia. Flanqueada por evangélicos de idéntico propósito, aquella transmutó el legítimo derecho de los padres a intervenir en la educación de sus hijos –que nadie negaba– en batahola de creyentes desinformados. Y el uribismo, en arma de guerra. Degradando el derecho a la igualdad en “ideología de género”, las fuerzas de nuestra Colombia cerril reaccionaron en proporción a las conquistas legales de la población LGBTI. “Mi hijo, antes muerto que marica”, rezaba la pancarta de un manifestante. Aunque una cosa diga la norma escrita y otra la manera de sentir y de pensar entre incautos de comunidad cerrada, unívoca, inmóvil, ya nada podrá arrebatarle sus victorias a aquella minoría. Por su parte, el Centro Democrático apuntó a trocar la celada contra la Constitución en votos por el no a la paz. No permitiremos que se negocie la política de género con lafar, apostrofó Álvaro Uribe en el Senado. Como si al debate le faltaran disparates, oportunismo y ruindad. Y, pretensión descabellada, ambientaron ellos, todos a una, el retorno a la educación confesional, eje del integrismo católico.

Lastre vergonzoso de la república, apenas ablandado en 1872 y en 1936, desde 1991 gana sin embargo terreno la escuela laica en el país. Pese a los esfuerzos del episcopado por preservar desde las aulas su poder sobre el sentimiento religioso de la gente. Poder multiplicado con su pericia en política, en negocios, en violencia, que sacó a relucir la semana pasada en la Casa de Nariño. Y el presidente Santos, hacedor de paz contra viento y marea, dobló la rodilla al primer taconeo de los purpurados en Palacio, insubordinados como venían contra la disposición constitucional de conjurar en los colegios toda  discriminación por raza, clase, religión u orientación sexual e identidad de género. Brilló, por contraste, la enhiesta ministra Parody, que ni inclinó la testa ni se postró de hinojos.

Y es que venía la jerarquía católica habituada a prevalecer sobre el Estado y sobre la sociedad colombiana. A la más ambiciosa reforma educativa que el llamado radicalismo liberal introdujo en 1872 respondió con la guerra. La nueva escuela prescindía de la escolástica regentada por la Iglesia y entronizaba, en su lugar, la “ciencia útil”. Se instituyó la educación obligatoria, neutra en materia de religión, abierta a la libertad personal, a la independencia crítica y al respeto entre condiscípulos. Quiso reemplazar la iglesia por la escuela y el cura por el maestro. Anatema. El obispo Bermúdez sentenció: “No importa que el país se convierta en ruinas y escombros, con tal que se levante sobre ellos triunfante la bandera de la religión”.

A intento parecido de introducir la escuela laica y despojar a la Iglesia del monopolio sobre la educación, respondieron ésta y su aliado, el Partido Conservador, con otra guerra: la Violencia de mediados del siglo XX. Había declarado Laureano Gómez que “de ningún modo se debe obedecer a la potestad civil cuando manda cosas contrarias a la ley divina”. Dijéranse palabras en boca de Ordóñez, de Álvaro Uribe o del cardenal Rubén Salazar, hoy cabezas de la subversión contra la democracia en la escuela.

Hay miedo en la caverna y ella lo azuza entre los más vulnerables, porque las conquistas de los estigmatizados son una realidad palpitante. Como realidad es el mandato constitucional de respetar en la escuela toda diferencia, la sexual comprendida. Tan radical la reacción del conservadurismo como desafiantes le resultan la diversidad y el pluralismo. Un peligro para la idílica uniformidad del integrismo católico.

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