Unos hablan de viraje. Otros la consideran pieza exquisita del humanismo cristiano. Y, los menos, prosa de realpolitik. En operación que sugiere un imposible metafísico, la encíclica del Papa, Caritas in Veritate, superpone la vieja doctrina social de la Iglesia a normas de moral privada que rigieron en la Edad Media y asfixian a una comunidad católica que se achica sin cesar, pues muchos de sus fieles desertan en busca de mejores aires. La crítica al capitalismo salvaje divulgada como doctrina cuando el mundo se levanta contra los ricos que causaron la crisis, oxigena. Abre horizontes. Promete nuevas conquistas para llenar el hueco de los que se fueron. Efecto político que la Iglesia busca ahora, -por qué no, siendo ella institución mundana-, con el periódico pronunciamiento de Roma en favor de la justicia social. El Papa marcha al compás de los países emergentes que reivindican un poder político supranacional capaz de ordenar los mercados y reformar el sistema financiero internacional, en nombre del bien común y la justicia distributiva.

Lenguaje inesperado, sí, en labios de un pontífice que militó en las Juventudes Hitlerianas y quiere beatificar a Pío XII, es decir, perdonarle al Vaticano cualquier participación en el holocausto judío y, al entonces Cardenal Pacelli, sus veleidades con Hitler y Mussolini. Como se sabe, el prelado de marras fue embajador de Pío XI en Berlín en tiempos de la cruz gamada. Y, como  Secretario del Estado Vaticano, suscribió Pacelli con el dictador Dollfuss un concordato entre Austria y la Santa Sede que, emulando al nuestro de la Regeneración, consagraba la educación católica confesional, los efectos civiles del matrimonio católico y la superioridad del derecho canónico sobre el civil en más de un respecto. Dollfuss había entronizado el austrofascismo a partir de hombres que militaban en el partido Socialcristiano y en las guardias patrióticas de filiación mussoliniana. En concentración de miles y miles de católicos, Dollfuss proclamó en 1933 su “Estado corporativo autoritario de inspiración cristiana” y ratificó, en el acto, el concordato con Roma. En 1939 se convertiría Pacelli en Pío XII, gloria alcanzada tras largo peregrinaje tapizado de sacrificio… y de dinero. “Estiércol del demonio” llamaría Giovanni Papini al vil metal que así pervertía los caminos de la santidad.

Ratzinger, teólogo refinadísimo, hila delgado también en política. A despecho del fundamentalismo católico de los EE.UU., el Papa recibe a Obama, después que 200 mil fanáticos descalificaran allá al Presidente “abortista”. Todo comenzó cuando la muy católica Universidad de Notre Dame le concedía al mandatario un doctorado honoris causa en ceremonia de sus graduandos. Una multitud vociferante rodeó el campus para exigir la reversión de un homenaje que la jerarquía consideraba “ultrajante, escandaloso”. Pero el Papa hizo la vista gorda. Y no porque censurara la beligerancia contra el aborto, sino porque la razón práctica privilegiaba a esa hora asuntos de mayor monta. No saludaba él al abortista sino al hombre que derribaba muros en el mundo para devolverle el liderazgo a su país. Y Benedicto, guerrero de mil batallas, se encarama en todo carro de reconquista, en busca de la suya propia.

La doctrina socialcristiana se situó siempre entre las extremas. Aunque se inclina a veces más a la derecha. Wojtyla fustigó al comunismo y beatificó a Escrivá, fundador del Opus Dei y amigo de Francisco Franco. Ratzinger fustiga al capitalismo salvaje y, con ayuda del Opus Dei, beatificará a Pío XII, amigo de Hitler y Mussolini.

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