Maestro en espectáculo de masas –como su antecesor Juan Pablo Superstar-, con la ruidosa canonización de dos papas antagónicos pretende Bergoglio disolver agua en aceite. Meter en el mismo saco revolución y contrarrevolución. Como si existiera solución de continuidad entre un Juan XXIII que estremeció a la Iglesia con su activa opción por los pobres y la reacción rotunda de un Juan Pablo II que la liquidó con ímpetu de cruzado. Aunque algo indica que el papa quiere devolverle presencia a la Iglesia. Y nada más útil que evocar, si no la ruptura esencial que produjo el papa campesino y su expresión en el activismo cristiano de base y en la Teología de la Liberación, por lo menos la recuperación simbólica de aquella sublevación del espíritu evangélico.

 La santificación de Juan XXIII al lado de su contrario sugiere el intento de ostentar un justo medio que saque del ostracismo a la Iglesia pero sin renunciar a sus poderes tradicionales. Tal vez a ello obedezca la calculada ambivalencia de Bergoglio en su campaña de reconquista del rebaño. Del latinoamericano en particular, el más numeroso y apetecido. Si no el cambio, un gesto de readaptación a los tiempos cuando el regreso a la democracia en este continente cogió por el flanco de la izquierda. Aunque no dirá, como lo dijo Juan XXIII, que la Iglesia debía abandonar el gueto sin perder tiempo “tirándoles piedra a los comunistas”.

 Indigna, no obstante, la pretensión de Bergoglio de romper el gueto canonizando a un hombre como Wojtyla. Un papa que, en su manía ultraconservadora, desprotegió a sabiendas a monseñor Romero, obispo de El Salvador; y cuando un escuadrón de la muerte lo mató en plena misa de un disparo en el corazón, el pontífice miró para otro lado. Para el lado de la estrella polar, hasta terminar abrazado a Pinochet en un balcón de Santiago. Como abrazado se le vio, una y otra vez, a Marcial Maciel, obispo emblema de la pederastia atrincherada en la disciplina del silencio que el Vaticano impuso para cuidar, hipócrita, su imagen. Wojtyla abandonó a Romero, amado de su pueblo, y encubrió a Maciel, el miserable. Pregunta: ¿el perdón por estos pecadillos que con tanta largueza concede el papa a Juan Pablo se extiende a la iglesia argentina por su connivencia con el dictador Videla cuando el propio Bergoglio oficiaba como obispo de Buenos Aires?

 Si el propósito es revivir el Concilio Vaticano II que Juan XXIII promovió, ardua tarea le espera a Francisco. Porque aquello de modernizar la Iglesia y ponerla al servicio del cambio amenaza el oscurantismo y el autoritarismo de Roma. Anatema será convertir en práctica cotidiana la opción  por los pobres, y el principio que ata la salvación cristiana a la liberación económica, social y política de los oprimidos. Punto de inflexión histórico que la Conferencia Episcopal de Medellín remarcó en 1968. Pero la oposición del Vaticano desanduvo el camino. En cabeza de Juan Pablo, el Celam de Puebla declaró la contrarreforma en 1972. Desde entonces, todo fue persecución  contra los cristianos que trabajaban por la justicia social. Y, claro, contra las corrientes que en la Teología de la Liberación no vieron cómo disociar aquella práctica de su sentido político. Sentido inverso con el que Wojtyla impregnaba la suya.

 El gesto de Francisco podrá ser flor de un día. Contingentes   enormes de católicos desesperan de que este papa pase de las palabras a los hechos. De sonrisas benevolentes ante las cámaras a un timonazo que cuestione la raíz de la injusticia y la pobreza. Pero fracasará todo intento por resucitar la obra de Juan XXIII bajo la divisa de Juan Pablo II, su enemigo supremo. Por un camino seguirá el papa santo; por otro, el papa non-sancto.

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