El alegre compadrazgo de políticos con ejércitos de criminales apenas encubre el mar de fondo del narcotráfico, negocio multinacional acaso tan pujante como el del petróleo. El impacto del genocidio y sus horrores  parece distraer las miradas del fenómeno que ha signado la desgracia del país. Los paramilitares y no pocos de sus aliados –que durante años alternaron la ilegalidad con la cheveridad en casa de familias prestantes- no son sino la punta del iceberg de una cadena económica que arranca  en el narcocultivo y culmina en operaciones de alto vuelo en el mercado financiero internacional. Mercado protegido por paraísos fiscales de países que fungen como templo de la civilización y se escandalizan con la barbarie de nuestras banana republic.

También los paramilitares incursionaron en el narcotráfico, claro. Pero, no obstante la parcial desmovilización de las AUC, los carteles de la droga siguen intactos y vaya uno a saber qué círculos poderosos de nuestra sociedad andan en ello. O qué porcentaje de la población vive directa o indirectamente del negocio, con frescura que desafía a la ley y a las buenas costumbres. Mares de insatisfechos dirán que la droga les ofreció la salida en un país que hostiliza a su gente y ha expulsado a cinco millones de compatriotas por falta de empleo y de oportunidades.

Se sabe que en el origen está la alianza de narcotraficantes (para hacerse con la propiedad de la tierra) y autodefensas (para facilitarles la operación y protegerlos). Hace diez años, los narcotraficantes habían comprado más de cuatro millones de hectáreas en 409 de los 1.023 municipios de Colombia. Y no se sabe a cuántos se extiende hoy su dominio. Inversión rentable que permitía lavar activos y aprestigiaba a los nuevos contingentes sociales, la compra de tierra garantizaba, sobre todo, el control estratégico de los corredores de comercialización y exportación de la droga. El control económico, militar y territorial también daba cobijo seguro a laboratorios para producirla y dominio dictatorial sobre la menguada población que en ella quedaba.

 Se desencadenó un proceso de hiperconcentración de la propiedad rural que para muchos significó venta obligada de sus fundos o desalojo violento. Se echó mano de la fuerza armada para operar toda una contrarreforma agraria en el breve término de 10 o 15  años. Máxime cuando no tardaron las guerrillas en agredir a los nuevos propietarios, bien por disputarles el control del territorio que también a ellas servía para contrabandear armas y sacar droga, bien por esquilmarlos mediante secuestro y extorsión.

Debido al asedio de la guerrilla, muchos propietarios vendieron sus fincas a precios irrisorios. Pero, según el investigador Alejandro Reyes, otros tantos latifundistas tradicionales se unieron al narcotráfico para refinanciar sus haciendas. En adelante, en el departamento del Magdalena, combinarían labores agropecuarias legales con el negocio de la droga.

Los paramilitares evolucionaron de simples peones dotados de armas cortas para defender fincas, a mercenarios profesionales de acción ofensiva para recuperar territorios con armamento de guerra. Al filo de su desmovilización, las AUC  constituían verdaderos ejércitos financiados por narcotraficantes, empresarios y terratenientes tradicionales, que parecían controlar medio país, cada uno con su monopolio de la fuerza, de la justicia y de las finanzas públicas.

Por su parte, el llamado de las Fuerzas Armadas a formar autodefensas y su apoyo ocasional a los paramilitares legitimó la participación de estos últimos en una alianza antisubversiva que les mereció la simpatía del latifundismo tradicional, que además conservaba el poder político de las regiones.

La parapolítica no es, pues, sino el brazo político y militar de una purulencia descomunal que sólo desaparecerá con la legalización de la droga y una reforma agraria que haga justicia y modernice el campo.

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