Del neolaureanismo al leninismo, podrá el 3 de octubre empezar a desplegarse una gama variopinta de opciones políticas impensable en esta Colombia de cuasimonopolio del conservadurismo. Con tres perspectivas que nos acercarían a las democracias en regla. Primero, la posibilidad de hacer política sin matar a adversario. Segundo, la de cualificarla en la confrontación de estrategias para construir un país más justo, incluyente y en paz; declinarían el clientelismo y la corrupción en los partidos. Tercero, podría decantarse la tendencia en ciernes al reagrupamiento de fuerzas en dos coaliciones remitidas a los acuerdos de La Habana. Desde las derechas una, la otra, desde el centro-izquierda, juegan ellas desde ya con proyección a las elecciones de 2018.
Por supuesto, un improbable triunfo del No en el plebiscito borraría de un plumazo el acuerdo de paz y allanaría el camino de regreso al régimen de la Seguridad Democrática: con su Estado policía, con su vetusto modelo manchado de sangre en el campo, con su dedo de Torquemada señalando a los hombres libres y al Anticristo que amenaza con imponernos una dictadura gay. Con su guerra, norte de la dirigencia uribista, no de quienes votarán –a medias por convicción, a medias engañados– por el No. A la vocación de cambio, civilizatoria del Acuerdo de Paz contraponen aquellos su única carta de presentación: el conflicto. En él nació el uribismo, de él se nutrió mientras gobernó y a él apunta para volver al poder. Sin el dispositivo de la guerra le cambia a esta fuerza el contexto y queda en riesgo su existencia o, a lo menos, se reduce su capacidad de chantaje. Pero ella persiste en su plataforma, y no se ve cómo pueda reinventarse en la construcción de paz que se avecina.
Mas en la orilla de las Farc legalizadas no brilla más el sol. Reconocido su legítimo derecho a buscar el socialismo en democracia pluralista, cambiando balas por votos, no les será fácil conquistar el corazón de los colombianos. Pese a su esfuerzo por matizar el discurso en La Habana, pese a haber suscrito un programa de reforma liberal, para el jefe negociador del Gobierno esta guerrilla es “una excrecencia del pasado”, es anacrónica su ideología, e ineficaz si de resolver problemas de la comunidad se trata. Autoritaria hacia adentro por sujetarse al “centralismo democrático” –poder de jerarquía sin apelación– lo fue también hacia afuera: entre los núcleos campesinos donde tuvo mando, dejó escrita en piedra su impronta de despotismo. Acaso puedan las Farc reinventarse desde el reconocimiento y la reparación de sus víctimas, si caminan al ritmo de la izquierda más madura y versátil, si se sacuden el delirio heroico de Santrich.
Entre estos dos radicalismos, toda la gama de la política tradicional. Y, la gran promesa, una coalición de centro-izquierda, que adopte el Acuerdo de Paz como programa de gobierno para sacar del atraso al campo, conjurar la injusticia social, y volver al desarrollo económico. Oportunidad dorada para una alternativa de cambio, esta de la paz como elemento nucleador de los demócratas. Entendida la paz en sus dos sentidos: en sentido negativo, como ausencia guerra; en sentido positivo, como posibilidad de acometer reformas de fondo en la organización de la sociedad y en la política; y como goce pacífico, universal de los derechos constitucionales.
Decisión crucial en las circunstancias: pedirle a Humberto de la Calle que vierta su liderazgo moral e intelectual en la campaña del Sí por la paz; y erigirlo en candidato presidencial por la gran alianza de centro-izquierda para 2018. Sería él figura incontrastable para asegurar el cumplimiento de los acuerdos llamados a cambiar la faz de Colombia.