No es apenas que la reelección de Santos aseguraría el fin del conflicto armado, una afrenta contra la derecha que lleva años rugiendo guerra. Es que el posconflicto forzará confrontación de propuestas, blanco sobre negro, para un país que desea mayoritariamente vivir en paz y equidad. En cristiano, significará transitar de la politiquería a la política. Otra afrenta contra élites acostumbradas desde la Colonia a negociar lo público en privado, a espaldas de la guacherna, tan lisonjeada para nutrir urnas, tan perseguida si ensaya voz propia. A la voz de paz y de reformas, por modestas que resultaran ellas, enciende esta derecha las alarmas y pacta sin escrúpulos de ética o de estética. Su símbolo del día, la insólita fotografía en que los dos expresidentes se regalan sonrisas jubilosos.
Llevaban ellos doce años en mechoneo de comadres infestado de insultos, caguanero de acá, paraco ralitero de allá. Mas súbitamente se transforman en reinas de pasarela sentadas a manteles para salvar la patria que el habanero de Palacio les arroja al abismo. Patria inmóvil ésta de Uribe y Pastrana, sembrada en la ignominia, a la que tampoco ellos redimieron, alelados como anduvieron siempre en la autocomplacencia de su epopeya enana. Sin guerra, más expedita y libre será la controversia sobre los alcances de una reforma rural que entregue tierra al campesino (como la entregó hace tanto casi todo el continente) y acoja en política a los excluidos sin que nadie deba morir en el intento. Pero así como la derecha sólo ve terrorismo en la oposición y en el movimiento popular, siente como animal que le sube pierna arriba cualquier cambio que altere su poder. Aunque éste se ciña a la Constitución y a la ley, como lo proponen los acuerdos de La Habana.
La Reforma Rural Integral que el pueblo deberá refrendar es paso inicial hacia cambios de fondo para el campo, epicentro del conflicto. Según el documento suscrito en la mesa de diálogo, apunta a la economía campesina, familiar y comunitaria, pero la articula con otras formas de producción. Se trata de dar tierra al campesino que la necesita, y todos los apoyos para que su trabajo resulte productivo. Se creará para el efecto un fondo de tierras alimentado con predios indebida o ilegalmente adquiridos. Ley en mano, se declarará extinción de dominio sobre baldíos usurpados y tierras inexplotadas que no cumplan la función social y ecológica de la propiedad. Habrá también expropiaciones con indemnización, por motivos de interés social o de utilidad pública, al tenor de la norma. Además de desconcentrar la propiedad improductiva, se formalizarán la pequeña y la mediana propiedad en cabeza de sus dueños legítimos.
Si de sentido común y justicia elemental, propuestas como ésta no pasarán incólumes por la mano negra ni por el ultraconservadurismo. Mas, si no hay uso combinado de formas de lucha, una cosa serán los ejércitos anti-restitución, a los cuales deberá el Estado combatir. Muy otra, la abierta confrontación de ideas, por disímiles que sean. Si no se acude en ella a la violencia, habrá conquistado Colombia territorios inexplorados de la democracia. Podrá seguir Uribe boicoteando las conversaciones de paz con exigencias que frustrarían un acuerdo. Y el procurador saboteando el proceso desde el extranjero. Y Fernando Londoño calificándolo de “trama horrenda”. Pero la tenaza que se cierra contra la paz apunta, sobre todo, a los cambios que ella implica y que las fuerzas más retardatarias no querrán aceptar. Porque sería aperrear el vetusto poder de los señores de la tierra.
Coda para una confesión íntima. Me moriría por asistir al taller de escritura de Julio César Londoño.