Se dan silvestres. Mil fanatismos pelechan en Colombia como la maleza; y configuran, al lado del conflicto por la tierra, el otro motor de la violencia. Tan trascendental como el acuerdo agrario sería el de participación política de la guerrilla, que hoy empieza a discutirse en La Habana. Porque comenzaría a vencer nuestra costumbre inveterada de descalificar, perseguir y hasta matar al disidente o al opositor. Dogmatismos de izquierda y de derecha que quisieran imponer a la brava su verdad única, absoluta, inapelable en política, en economía, en religión. O en los tres territorios a un tiempo: logro redondo del huevo uribista que compactó seguridad por el exclusivo camino de la guerra, economía de mercado por dictado del credo neoliberal y búsqueda de un Estado confesional bajo la égida del integrismo católico. En la otra orilla, medio siglo de insurgencia templada entre luchas campesinas que no representa ya y el dogma de la lucha armada. Sectas todas en carrera por el poder del Estado para trocar desde allí su verdad en violencia contra todo amago de debate democrático. Por algún régimen de fuerza dispuesto a aplastar las ideas distintas de la propia. Y a frustrar, así, cualquier amago de paz.

 ¿Cómo pudo Colombia resultar tan fértil para este absolutismo de las ideas? Tal vez por la incesante manipulación política del sentimiento religioso, que es tradición de una Iglesia siempre exaltada a las más elevadas dignidades del poder. Tal vez por la presteza del establecimiento y sus partidos para reprimir al contrario, en persecución a la cual contribuyó  la guerrilla que, sintiéndose depositaria heroica de la revolución, maniató a la izquierda legal. Y la derecha devoró golosa el plato que se le servía. Fácil le resultó al entonces presidente Uribe motejarla de terrorista, cuando la guerra alcanzaba su clímax y las partes en contienda ponían igual cuota de crueldad. Acaso por imitar la “firmeza” que distinguía al mandatario, perpetraron los paras también crímenes de clara intención ideológica. Como el asesinato del catedrático Alfredo Correa, a manos de Jorge 40 concertado con el DAS. O el de 17 profesores y estudiantes de la Universidad de Córdoba cuando los hombres de Mancuso se tomaron por asalto el centro docente y lo sometieron al terror.

 En estos campos de Dios han florecido también neonazis, al parecer entroncados con las fuerzas ultramontanas que van por la reconquista del poder. El Espectador de junio 9 informa que Tercera Fuerza declaró haber organizado encuentro en finca de la Universidad Gran Colombia en apoyo de una candidatura conservadora, y con presencia del paramilitar “El Alemán”. La concejal Angélica Lozano denunció vínculos de neonazis con la organización Creo Colombia, promotora de la revocatoria de Petro y militante del Centro Democrático de Álvaro Uribe. Quizás el caso más nítido de manipulación religiosa con fines políticos sea el del procurador Ordóñez. Manzanillo de nación, no regala tamales contra votos sino una fe. Y sobre la fe ajena monta su imperio mundano, grosera impostura de tanto ensotanado que se dijo santo para hacerse con el poder  y coronar su idea sobre el cadáver de todas las demás.

 Alarmados ante la paz posible, los que contemporizaron con la derecha armada vociferan hoy porque “se negocia con terroristas”. Acaso no les inquiete tanto la negociación como que de ella pueda surgir una Colombia más abierta a la controversia civilizada entre adversarios. No está en juego apenas el Estado laico sino el advenimiento de una democracia más amplia y del pluralismo, si La Habana arroja un acuerdo final. Por eso a estas derechas la paz les resulta poco menos que una afrenta de mismísimo Satanás.

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