Tras el eufemismo de la sociedad civil, coartada que también los negociadores de La Habana emplean para buscar apoyos políticos, una voz autorizada se alza desde las afugias del campesinado irredento. Cuando el proceso debuta con política rural, la Mesa Nacional de Organizaciones Agrarias lanza una propuesta que las partes harían bien en contemplar. Aunque esta Mesa, complejo de organizaciones desprendidas de la vieja Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) se proclama independiente del Gobierno y de las Farc, no juega de tercero en discordia. Lejos de la Unidad Nacional y de la Marcha Patriótica, representa el sentir de los labriegos que vuelven a pronunciarse tras décadas de olvido y dispersión, producto de la derrota sangrienta que el gobierno de Misael Pastrana le infligiera al movimiento campesino. Efecto, así mismo, del conflicto armado que no le dejó sino lágrimas para llorar a sus muertos. La iniciativa de esta mesa agraria es el primer aporte serio a las discusiones que tendrán lugar en Cuba; y después, en la aplicación de los acuerdos que inauguren la construcción de la paz.

 Sostienen los campesinos que en el origen del conflicto armado está la concentración de la propiedad agraria. Inspirada en la consigna de “la tierra para el que la trabaja”, proponen crear un Conpes rural con miras a formular un Plan Decenal de Desarrollo Agrícola. Para escándalo del TLC, gracias al cual aumentaron 50% nuestras importaciones agrícolas este año, reivindican el derecho de los agricultores al manejo de semillas propias. Exigen salud, educación, pensión y devolución segura de las tierras. Eje de su propuesta, garantizar la seguridad alimentaria del país. Su inspiración, una sociedad rural más campesina que empresarial. Y el meollo, la redistribución de la tierra.

 Contiene el Gobierno su propuesta en el proyecto de Ley de Desarrollo Rural, como política de Estado que resurge después de prolongada pausa. Salvo el valiente programa de restitución de tierras, el Gobierno parece contentarse con la idea de modernizar el campo pero sin redistribuir tierra. Sin remover la talanquera de la concentración de la propiedad agraria ni tocar el latifundio improductivo en tierras de primera calidad. Por supuesto, propende también a la modernización y protección de la agricultura campesina, a menudo bajo el modelo de reservas campesinas. E impulsa alianzas productivas entre grandes empresarios y campesinos. Pero pone el énfasis en la agroindustria de exportación; y acoge de buen grado la extranjerización de tierras en la Altillanura, lo que para muchos puede comprometer la seguridad alimentaria de Colombia. Pero ambas visiones coinciden en la necesidad de desarrollar bienes públicos, de suministrar a los pequeños productores crédito, asistencia técnica, subsidios y acceso a los mercados.

 Buscan las Farc una “reapropiación colectiva y social del territorio”, redistribución masiva de la tierra, y reformas rurales sólo viables con un cambio del modelo económico. Aspiración legítima que desborda los alcances de las conversaciones, pero que podrá enarbolarse cuando se dispute el poder desde las urnas. Mas puede aventurarse que, no hablando para la galería, las Farc mantienen vivo el programa agrario de sus orígenes: el de una reforma agraria liberal. Que ya es mucho decir en este país sometido a fuerzas tan retardatarias.

 Hay más de una coincidencia entre estas iniciativas. O, a lo menos, en el espíritu que las anima. Buen comienzo para la paz sería que ellas se tradujeran en acuerdo político sobre criterios básicos suscrito por las partes. Y con la venia del campesinado, el verdadero doliente de la guerra y de la inequidad en el campo.

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