Si Santos aspira a consagrarse como artífice de la paz, tendrá que negociar sus términos primero con Álvaro Uribe y, luego, con las Farc: con la ultraderecha desarmada, y con la ultraizquierda armada. Las bacrim se plegarán por añadidura. Si bien por razones contrarias, aquellos protagonistas del conflicto se hermanan en su predilección por las armas, en su renuencia hacia la paz. Así, cualquier acuerdo con la guerrilla quedaría trunco si no lo respetara la derecha. Prueba al canto, aunque a la inversa: la paz que la Constitución del 91 quiso encarnar no floreció porque las Farc no se reinsertaron como el M19. Hoy, la situación no pinta mejor. El ruidoso aprovechamiento del atentado contra Fernando Londoño por Uribe y su séquito de propagandistas desnudó la nuez que se interpone entre expresidente y presidente: éste quiere la paz; aquel, preservar su vigencia en política promoviendo la guerra.

El marco para la paz es el último eslabón en una cadena de medidas de este gobierno enderezadas a superar el conflicto. Mas el acumulado de iniciativas exaspera a extremistas siempre dispuestos a matar en el huevo cualquier amago de solución política. A Uribe, héroe de una victoria coja sobre las Farc, le resulta intolerable, pues dinamita la que durante ocho años fuera su razón de ser. Pero si Gobierno, guerrilla y la mayoría de colombianos acogieran –como parecería- la reconciliación, el exmandatario tendría que prestar oídos al coro de voces que reclaman unidad de todas las fuerzas legales contra el terrorismo. Y elevarse desde allí hacia un pacto político que honre el fin supremo de la paz. Por encima de vanidades y de programas de partido. Un acuerdo democrático sobre el proceso y los instrumentos que conduzcan a una paz duradera. Medio siglo de guerra infructuosa, tan cruel y tan costosa, sería argumento suficiente para comenzar por mesurar el verbo que ambienta un cuartelazo y alebresta a fanáticos de la acción intrépida y el atentado personal. Absténgase Londoño de suscribir la invitación de exoficiales que llamaron a “remover” de su cargo al Presidente, de afirmar  que éste no sirve y que es preciso “encontrar otro”. ¿Cuándo y cómo? ¿Así, de golpe?, ¿o mediante comicios populares en fecha preestablecida por la ley?

El palo no está para cucharas. El propio jefe de Estado adjudicó aquel atentado a “la mano negra de la extrema derecha, la que no quiere que se repare a las víctimas, la que no quiere que se restituya a los campesinos, la que exagera la inseguridad (…) para decir que este país es un caos”. Olas de un mar de fondo que Santos empezó a mover desde su discurso de posesión, en abierta profesión de paz que suplantaba la política de seguridad democrática. Siguió con el desmonte de las bases norteamericanas que hubieran facilitado una intervención militar masiva en Colombia. Luego vino el reconocimiento del conflicto armado interno y, con él, el potencial reconocimiento de las Farc como fuerza beligerante, como organización con estatus político. La Restitución de predios mordía en la reivindicación histórica de las Farc por la tierra. Y el marco para la paz les permitiría a comandantes guerrilleros participar en política. Para Uribe, claro, todo ello es anatema.

 Santos se reafirma en su voluntad de paz y Londoño le pide “que cambie el rumbo (…) para que juntos derrotemos el terrorismo”.  Propuesta inversa de aquella que la democracia aconsejaría: derrotemos juntos el terrorismo, aunque cada uno mantenga su propio rumbo ideológico. Todo indica que Santos deberá negociar a dos bandas. Ojalá no hinque la rodilla ante la velada amenaza de golpe de Estado o de guerra civil. Él no está solo.

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