Peñalosa no tiene la culpa de ser uribista. El nunca lo ocultó. El problema es de Mockus, que resolvió andar en malas compañías,  para venir a arrepentirse de ello a la hora de nona. Hoy simula sorpresa porque su aliado se deja cortejar de Uribe, ese dechado de virtudes morales, de tersura, de honradez. Salta a la palestra sugiriendo que se postula a la Alcaldía de Bogotá, no por ambición, sino para salvar a su partido de la contaminación uribista. Pero su matrimonio con Peñalosa se consumó en la comunión de un modelo que genera pobreza y desigualdad. El mismo de Uribe, cuyas políticas Mockus nunca se propuso cambiar: en plena campaña electoral ratificó su apoyo a instrumentos creados por el mandatario antioqueño, como la ley 100, que convirtió en negocio la salud; o la ley de flexibilización laboral, con su aporte descomunal al desempleo, la inequidad y la miseria. En materia económica y social hubo, pues, un triángulo pasional que el propio Mockus santificó no hace mucho en visita al entonces presidente. Se ofreció como vigía imbatible de los tres huevos de Uribe, que Maria Jimena Duzán denominó en femenino (y con diéresis), para solaz de las señoras y gloria de la precisión idiomática.

Bofetada a la Ola Verde que sin embargo no le impidió al candidato de la decencia proclamarse intérprete del hastío general con la moral mafiosa que se apoderaba del país. De allí no podía resultar sino el Partido Verde que nunca fue: un pastiche de incoherencias, lagunas, vacilaciones y egocentrismos, que terminó atrapado en los vicios más odiosos de la politiquería. Fragilidad de una explosión fugaz afirmada en la fe, en cabeza de un profeta que fustiga a la política cuando él mismo lleva veinte años practicándola. A poco, se quedaría el “partido” sin habla, sin banderas, sin jefes. Santos había pescado en aquel río de desconcierto, para capitalizar la lucha contra la corrupción.

A Juanita León (La Silla Vacía) no le parece imposible una coalición de los Verdes con la U. Para ella, los parlamentarios del primer movimiento, Gilma Jiménez, Jorge Londoño, John Sudarsky y Alfonso Prada “son más uribistas que antiuribistas”. Igual que Sergio Fajardo, tan vertical en el juego de sus ambigüedades, diríamos aquí, tras el cual no consigue ocultar su predilección por el coterráneo. Sostiene León que aquella alianza viene cocinándose desde el año pasado, y hoy pende de la mediación de Francisco Santos y Juan Lozano. He allí también por qué Peñalosa sostuvo siempre que si los Verdes se lanzaban a la oposición “perdían su vocación de poder”. Por qué considera tan “honroso” el apoyo del expresidente a su candidatura. Por qué insiste en El Tiempo del pasado domingo en que “no hacemos la política contra nadie”, y retoma la consigna de la seguridad democrática. Para hacerse con la Alcaldía, propone una política de alianzas tan amplia, que hasta el diablo cabría en ella. Menos Petro, estigmatizado  por Mockus en aquella campaña, pues marchar con el brillante candidato a la Presidencia y demócrata de izquierda le hubiera acarreado la maldición del mentor de la derecha.

Hay en todo esto una concepción de las alianzas que sacrifica los principios. Dígalo, si no, Samuel Moreno, vástago inocente de su abuelito, el General-dictador, que respiraba caverna azul y no legó a su descendencia propiamente una estela de pulcritud en el manejo de la cosa pública. Pero Sammy no es culpable. Aquí el problema es, de nuevo, de Robledo y Gaviria, por andar callados en malas compañías. Culpable tampoco es Peñalosa, tan obsequioso con el impoluto Uribe, mientras Mockus finge estupor frente a las conocidas veleidades políticas de su amigo y calla ante el desastre de una economía que venía manejada con los pies. Es que, a la voz de poder, Mockus parece pelar el cobre. Por pura glotonería.

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