La muerte misteriosa del coronel Óscar Dávila, subjefe de seguridad del presidente Petro, es tragedia que repica en la crisis de gobierno cuyo clímax escaló a escándalo de chuzadas y supuesto ingreso no explicado de $15.000 millones a la campaña presidencial. Denuncia el abogado Miguel Ángel del Río que la víspera de su muerte le había revelado el oficial amenazas de la Fiscalía contra él y que, según ella, correría sangre. El jurista se queja de “la infame persecución de la Fiscalía”. Subalternos de Dávila habrían intervenido en uso irregular de polígrafo contra empleada de la entonces jefa de Gabinete, Laura Sarabia. Pone este hecho la nota de horror en la atmósfera envenenada que la oposición ha construido sobre las protuberantes equivocaciones del primer mandatario. El ataque encadena, uno tras otro, día tras día, gazapos del Ejecutivo magnificados hasta configurar, dice el presidente, un golpe blando.

En la crisis de Gobierno que congela las reformas, corazón de su proyecto, parece debatirse Petro entre la apelación directa al pueblo y la recomposición del acuerdo institucional con otras fuerzas. Entre exhibir poder en las calles y volver a barajar la coalición política cuya disolución precipitó hace dos meses, cruzando ahora líneas que se tuvieron por infranqueables en las reformas de salud, trabajo y pensiones. El recurso a la movilización popular promete más como presión para recomponer la alianza política que le dio gobernabilidad, que para suplantarla.

Con Petro, el modelo de confrontación contra elites ranchadas en la inercia conservadora que nada cede, o muy poco, correría parejas con el de concertación plural en pos de un objetivo común. Acuerdo sobre lo fundamen tal para los ingleses, es modalidad socialdemócrata de liberalismo. El primero, rousseauniano, reta con el discurso contestatario que lubrica una radical descalificación del sistema; el segundo persigue el cambio paso a paso pactando consensos con fuerzas disímiles. Tal la experiencia del Frente Amplio Uruguayo, que gobernó 16 años, y ahora el de Boric en Chile.

En el fragor de la protesta, rendido a la seducción de su propia oratoria, se allanó el líder sin embargo a la vía institucional del cambio. No son estas reformas radicales, dijo, apenas tratan de garantizar derechos esenciales de la gente. El cambio que el pueblo eligió debe tramitarse con respeto de las instituciones. Al Congreso “le solicitamos con todo respeto, desde nuestras ganas de justicia y de paz (aprobar) las reformas que le garantizan al pueblo sus derechos. No es una solicitud violenta, irrespetuosa o armada; es una solicitud popular”. Y agregó: el Gobierno está abierto a discutirlas, a aceptar cambios, pero “ninguno que afecte los derechos de la gente”.

¿Hace mella el golpe blando? Escribe Óscar Guardiola que no hay en éste conspiración sino manipulación de la opinión con información inflada: ruido. “Se trata de amplificar el volumen y multiplicar las fuentes hasta hacer perder el criterio de juicio.  No busca golpear de manera inmediata al adversario (…) busca golpearnos a todos, empujarnos a un estado de ansiedad, mortificación y pánico. Entonces no razonamos, reaccionamos”. Y es en tal ambiente donde florecen los fascismos. Camino expedito para el golpe blando será la incapacidad ejecutiva del Gobierno, su estentórea inhabilidad para comunicar, su debilidad por la autocomplacencia.

El dilema entre movilización y concertación podrá ser falso. A la postre, cuestión de énfasis. Pero aquí salta a la vista la urgencia de volver a la concertación en democracia para salvar el cambio que las mayorías anhelan. Sin ejecutorias que respondan a las expectativas creadas, la popularidad del presidente podrá estacionarse en un lánguido 26%, y los manifestantes, contraerse al núcleo místico de los aduladores.

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