No es casualidad. El protagonismo de Popeye en una marcha anticorrupción presidida por políticos con prontuario parece una charada; pero denuncia el último tentáculo de las castas de siempre (ampliadas con emergentes) para reinar, apropiarse de lo público y enriquecerse con la guerra: el narcotráfico y la impiedad de sus ejércitos. Instrumento de la hora para mantener el control sobre la tierra y suplantar a la Justicia, no brillan estos ejércitos privados por su originalidad; que pertenecen ellos a nuestra más rancia tradición. Lo nuevo es la “democratización” de la corrupción por la vía del narcotráfico. Sacudida que no disuelve del todo jerarquías pero convierte a los políticos de provincia en mediadores de las regiones con el poder central; y abre canales de ascenso a vastos sectores de marginados y excluidos en un país que moderniza su economía pero preserva relaciones con tufo a sociedad colonial. Mas la corrupción no sólo se democratiza. También se diversifica, a veces en las mismas manos. Un personaje de la entraña uribista como Otto Bula trata presuntamente con paramilitares para hacerse con 3.000 hectáreas; y a la vez habría entregado coima de la multinacional Odebrecht a la campaña del presidente.
De la anunciada confluencia entre líderes de la manifestación y el sicario de Pablo Escobar que carga con 3.000 asesinatos no puede inferirse sino afinidad de intereses y valores pues, salvo Marta Lucía Ramírez, ninguno de ellos lo objetó. Uribe, Ordóñez, Londoño, Pastrana, Henrique Gómez, el temible pastor Arrázola guardaron silencio. Y la senadora del CD Paola Holguín la justificó por ser aquel matón ciudadano con derechos. Crisol de extremistas, en el uribismo puede lo mismo un expresidente amenazar con romperle a otro la cara, marica, o manosear la idea de patria, que un ser abominable como Popeye armarse de “valor patriótico (contra la corrupción) y gritarle ladrón al ladrón y rata a la rata”. Uno y otro parecen gobernados por el mismo patrón de conducta, por el mismo lenguaje soez que naturalizó el discurso de la violencia.
Sostiene Eduardo Lindarte en Razón Pública que la raíz de la corrupción descansa en la jerarquía de castas y su exclusión racial y social que nos viene de la Colonia. En vez de una moral colectiva, solidaria, imperan entre nosotros relaciones de dependencia personal, con sus corolarios de elitismo y sentido de privilegio que les da a los estamentos superiores licencia para burlar la ley. En los estratos inferiores, la corrupción responde a la búsqueda de las oportunidades que la sociedad les niega. Diríase que mutó la lealtad y ahora se le profesó al nuevo patrón.
Sobre ese presupuesto floreció el fenómeno redistributivo del narcotráfico. Este sobornó a políticos, jueces, funcionarios y uniformados. Allí donde gobernó impuso seguridad y orden con puño de hierro, pero regó dinero entre los olvidados que tuvieron entonces moto y celular y negocio propio y, los más avisados, metra corta. Miles de muchachos se sintieron “gente” al acertar el tiro contra la víctima del día, tras encomendarse a la Virgen para no fallar. Se generalizó la mentalidad del todo-vale y un pragmatismo amoral disparó la convivencia con la ilegalidad y el crimen. Con el narcotráfico hicieron negocio las élites y salieron del purgatorio muchos excluidos. Su gran beneficiada, la clase política.
Nuestra derecha apunta al poder en 2018 con ardoroso apoyo del rey del sicariato, que así se la juega por culminar su ascenso en la política. Momento de transparencia involuntaria que la democracia agradece. Porque mueve a las mayorías hartas de narcotráfico, corrupción y violencia a unirse en el proyecto de construir un país distinto.