Volver a la industrialización, o bien, acabar de desindustrializar al amparo de un librecambio leonino podrá ser dilema crucial para la Colombia que se juega en mayo sus restos. O se imponen quienes paralizan al país en las desigualdades que engendran la violencia, o prevalecen quienes apuntan al cambio como camino de paz. Pero éstos no avanzan todavía de coalición electoral a alianza perdurable, y dilatan la definición de estrategias como ésta de reanimar la desfalleciente producción nacional. Pocos como Jorge Enrique Robledo abogan por ella cuando la pregunta acosa: “y bien, más allá de perseguir la corrupción, allende la paz vuelta retórica, ¿cómo transformar este país empujándolo de nuevo hacia la industrialización, según lo hicieron todos los países desarrollados?”.
Banqueros, importadores, especuladores, rentistas y no pocos constituyentes del 91 se llevarán las manos a la cabeza. Bien apadrinados por “los economistas” que completan tres décadas ululando a coro, en sí sostenido, el credo, no de un mercado en sana competencia, sino del que entrega al poderoso de afuera la parte del león y a nosotros nos reserva la cola del ratón. Nos invaden ellos de automóviles, computadores y hasta de maíz mientras aquí regresamos a las exportaciones de un siglo atrás: minerales y productos agrícolas en bruto. Más dura la tendría, sin sus genuflexiones, el rubio Coloso, adecentado ahora impostando business de tú a tú.
Cuna de la industrialización en Colombia fue la sustitución de importaciones, desde la posguerra hasta 1980. Si bien favoreció de preferencia a las élites que concentraron sus beneficios y se ahorró la reforma agraria, salud, educación y bienestar familiar se extendieron como no se viera antes. Mientras ella rigió creció la economía 3,5% en promedio, para descolgarse al 0,6% con el modelo neoliberal. Se lamenta el analista Álvaro Lobo de que la infraestructura manufacturera, creada con esfuerzo en el siglo XX, decayera en favor de la minería y la banca: de bienes primarios, sin valor agregado, y de la especulación financiera. Con el renacer del librecambio y la privatización del Estado por dictamen de Washington se desvanecieron los logros sociales y económicos alcanzados.
Como se sabe, la apertura de la economía que el Gobierno de Gaviria precipitó no dio lugar a defenderse de la avalancha de importaciones que se tomó el mercado. Vimos los colombianos cerrar, una tras otra, nuestras fábricas, a miles de trabajadores arrojados a la ya obesa informalidad, al exilio, o a recoger migajas envenenadas del narcotráfico. Coltejer y Fabricato tienen hoy la mitad de trabajadores que emplearon en los noventa. Mas, tampoco se crea que fueron nuestros empresarios víctima impotente del destino. En el frenesí de la riqueza fácil, terminaron muchos especulando con sus capitales de inversión.
Un estadio de desarrollo semejante compartían Colombia y Corea del Sur en los sesenta. Pero tomaron senderos diferentes: Colombia quedó sembrada en el subdesarrollo mientras su colega descolló entre las economías del Sudeste Asiático. Ésta decidió proteger su industria naciente, con aranceles, subsidios, financiación y apertura de mercados en el exterior. Una vez consolidada su industria, la desprotegieron. Pero podía ya lanzarse sola al mar bravío de la competencia mundial. Siguieron el ejemplo de Europa y Estados Unidos.
El crecimiento, por sí solo, no corrige las desigualdades, que ha de ser a un tiempo económico y social: se trata de crecer y repartir a la vez, y bajo la dirección del Estado. Principio socialdemocrático del desarrollo, que repugna a la envanecida, glotona cofradía neoliberal. Pero será el único principio que pueda dar consistencia al posconflicto.