Le tocó.  Arrastrado por las circunstancias y las evidencias, el Presidente Uribe no pudo sino iniciar la purga del ejército, baluarte de la política de seguridad que lo elevó a la gloria. No acababa de declarar que los desaparecidos de Soacha habían muerto en combate, que las denuncias de Amnistía Internacional y Human Rights Watch sobre crímenes de Estado en Colombia eran ardid de la subversión, cuando se destapó un tenebroso mercado de cadáveres de inocentes activado por redes de uniformados, mafiosos y paramilitares. Seis años de guerra comandada por una política oficial que reclama, compulsiva, bajas a granel, descuidando controles sobre la tropa y la oficialidad, resultaron en una mar de falsos positivos que escandalizan al mundo.

Tampoco podía ya frenar la tendencia que dentro de las Fuerzas Militares encarna el general Padilla y privilegia en la guerra el apoyo de la población y el respeto a los derechos humanos. Orientación que el ministro Santos comparte y se traduce en el principio de preferir un desmovilizado a un capturado y, éste, a un muerto. Ni le era dable insistir en la estrategia de tierra arrasada del amigo y fiel ejecutor de su política, el general Bedoya, siempre sediento de “estadios llenos de muertos”, según solía decir. No estuvo Montoya en la comisión que el 3 de octubre integró el ministro de Defensa para investigar las desapariciones de Soacha. ¿Acaso andaría arreglando entuertos por la Cuarta Brigada de Medellín, involucrada al parecer en la matanza, cuando se ha sabido que Antioquia ocupa primerísimo lugar en la comisión de los noveles crímenes de Estado?

Vedado le quedaba a Uribe, además, volver a ordenarle a un general que “acabara” con un malhechor y se lo apuntara a su cuenta, frente a las cámaras de televisión, como se lo permitió hace dos meses en un consejo comunal en Medellín.

Es que el cambio de inquilino en la Casa Blanca, probable anverso de Bush, obliga a limar el verbo. Y a serenarse, si nos atenemos a directiva del Departamento de Estado norteamericano expedida el 28 de agosto para reafirmar las condiciones que Estados Unidos le impone a Colombia, si aspira a conservar la ayuda de ese país. Que el documento obró como una orden en la Casa de Nariño se colige de la exactitud con que las medidas adoptadas se ajustaron al texto original. Este insta al Comandante General de nuestras Fuerzas Armadas a retirar a sus miembros, de cualquier rango, que, según el Ministerio de Defensa o la Procuraduría, resulten involucrados en violación de derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales comprendidas, o aliados de paramilitares. Recuerda que el Departamento de Estado se documenta en investigaciones a cargo de organismos de derechos humanos con reconocimiento internacional. Lo que no le impidió al Presidente, pataleo de la honrilla, cuestionar la autoridad de Vivanco, vocero de HRW, para calificar al gobierno colombiano en materia de derechos humanos.

Todo sugiere que, si se depura el cuerpo armado y se civiliza la contienda, habrá viraje hacia una seguridad ajustada, por fin, a la ley y a la democracia. El ministro Santos, agente de la rectificación del rumbo que se avecina, ha concentrado en su persona los triunfos de la guerra, y quiere ser Presidente. Para pelearse la silla de Bolívar en 2010 le bastará subirse al carro de la nueva seguridad y, claro, convencer al jefe de que más vale un “putinazo” que purgar culpas ajenas.

Comparte esta información:
Share
Share