No podía hacerse el harakiri. La clase política tradicional aprobó un estatuto que democratiza el ejercicio de la oposición, pero negó los mecanismos que lo garantizan. En decisión inédita para Colombia (pan comido en democracias genuinas) ahora quien disienta del gobernante deberá declararse en el duro pavimento de la orilla opuesta. Sin  puestos ni gabelas. Se acabaría el juego de oponerse al mandatario con quien se cogobierna. Mas será solo en el papel, pues seguirá fluyendo la mermelada, dinero a saco del Gobierno para los partidos de su coalición. Hundió el Congreso el artículo que obligaba a convocar audiencias públicas para discutir presupuestos oficiales. Cero vigilancia, pues, sobre fondos del Estado desviados para compra de votos y financiación de campañas amigas, con perjuicio de la oposición. Pero además se eliminó la creación de una procuraduría delegada para asegurar los derechos de los disidentes. En suma, una audaz consagración de la oposición como derecho fundamental, pero sin dientes legales para volverlo realidad.

Se opuso al estatuto el uribismo, entre otros, con el argumento de que en el país se ha respetado a la oposición (Semana, abril 16). Acaso quiera preservar  la índole de su oposición como subversión contra las reglas de la democracia, contra sus instituciones y el Estado de derecho. Dígalo, si no, la invitación a “sacar a patadas” de la presidencia a Juan Manuel Santos, mandatario elegido por el pueblo. Querrá asegurarse también, por anticipado, si vuelve al poder en 2018, todo el margen de arbitrariedad y violencia que el Gobierno de la Seguridad Democrática desplegó contra la oposición y las Altas Cortes, a  quienes puso el mote indiscriminado de terroristas.

Un estatuto de oposición con garantías de aplicación disolvería herencias enquistadas del Frente Nacional que trocaron el concepto de gobernabilidad en un paspartú de sosa convivencia con el adversario tradicional;  de hostilidad hacia la izquierda legal —que con la Unión Patriótica escaló a exterminio—, y de represión contra el movimiento social. Se neutralizaron las diferencias de ideas y políticas entre los partidos históricos, por cooptación con puestos públicos. Y las instituciones de gobierno terminaron ensambladas a la estructura de mando de esas colectividades. Resultado, un Estado-partido del FN, peligrosamente afín a modelos autoritarios de ingrata recordación, apenas matizado por tímida participación indirecta de las fuerzas segregadas del poder. El estado de sitio casi permanente instrumentó el desmantelamiento del movimiento social librado a su suerte,  sin partido. Desmontado el Frente Nacional, perduró no obstante su modo de ser, un tic de amancebamiento en la cumbre y exclusión de las fuerzas menores. Acabamos de verlo en el estatuto de oposición amputado a su primer hervor.

Según Mauricio Villegas (Mayorías sin democracia), no fue Colombia el Estado incluyente que con los populismos floreció en otros países, ni trazó la política social que aquel aparejaba. Cuando una dictadura militar sucedía a un populismo, la sociedad organizada se le oponía con banderas democráticas. Nuestra dictablanda le huyó lo mismo a la dictadura militar que a la democracia plena. La oposición de izquierda veía en el Gobierno una dictadura disfrazada; y la de derecha, un régimen tolerante con la anarquía revolucionaria. Una y otra se divorciaron del discurso democrático; por eso se fueron tan fácilmente a las armas.

Contra tal herencia obraría una democracia que respetara al disidente y protegiera su acción política como alternativa de poder. Que al garantizarle sus derechos propendiera a la confrontación civilizada entre partidos. Y esa es tarea de un verdadero estatuto de oposición.

 

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