No es cualquier victoria. Reivindicar el derecho a educación gratuita, buena y para todos, desentraña el grotesco de una sociedad petrificada en las jerarquías y privilegios de tiempos de la colonia. Pone en evidencia el apartheid social que reina aún entre nosotros, donde los ricos acaparan la mejor educación y a los pobres que logran acceder a ella se los estafa con la peor. Tampoco es ya Colombia la autocracia que no hace mucho se ensayó. En gesto que lo engrandece, el Presidente se allana a la fuerza de un movimiento pacífico que se revuelve contra la mezquindad del Estado con la universidad pública, contra la marcha inexorable hacia su privatización.

 La protesta de 600 mil estudiantes el pasado jueves, salpicada de canciones y colores y besos a miembros de la policía antimotines, epílogo de las 1573 movilizaciones que tuvieron lugar en el país entre enero y septiembre, indica que Colombia despierta: se repone del letargo catatónico que la mantuvo levitando durante ocho años en arrebato místico frente al mesías que gobernó, rosario en mano, mientras parecía no ver entre su fanaticada a los políticos en manguala con los de la motosierra. Tremendo contraste con un gobierno capaz de archivar su propuesta e invitar a debate “amplio, democrático y de cara al país”. Aunque Pacho Santos, ex vicepresidente del ex presidente, vocifere descompuesto contra el Primer Mandatario: “el Presidente tiembla” frente a los estudiantes, dijo, y convidó a neutralizarlos con choques eléctricos. Intolerables le resultan porque reclaman educación como derecho ciudadano, no como negocio. Porque la organización que representa a estudiantes de casi 80 universidades públicas y privadas prepara propuesta alternativa a la ley 30 que propusiera el Gobierno. Pero, sobre todo, porque sus líderes declaran maravillados: “volvimos a tomar conciencia de que otro mundo no sólo es posible sino necesario”.

Después de 40 años, renace el movimiento estudiantil. Corría el año de 1971. En los 7 meses que duró el paro nacional universitario, no hubo  flores ni abrazos a la fuerza pública y sí, en cambio, 20 muertos y cientos de heridos y encarcelados. Entonces los estudiantes pensaban también que democratizar la educación, elevar su calidad científica y humanística, preservar la autonomía de las instituciones de educación superior, financiarlas con partidas suficientes del presupuesto nacional y recomponer sus organismos de dirección con participación de estudiantes y profesores era empezar a convertir en realidad el sueño de un mundo nuevo. La divisa de los estudiantes desbordó las fronteras de su Programa Mínimo, para proyectarse a los problemas grandes del país. Nunca se discutió tanto ni con tantas cifras como en aquel entonces.  Nunca se acercaron tanto los estudiantes al movimiento campesino que protagonizaba ardua lucha por la tierra, ni a otros sectores populares que desarrollaban la suya propia. Pero  fue flor de un día. El ascenso de una izquierda empeñada en incrustarle a Colombia el modelo de la revolución soviética o de la china o la cubana, sin contemplar los pormenores de lo propio, desnaturalizó el movimiento. Lo convirtió en  presa de sectas políticas y aquel, con buen sentido, las abandonó a su suerte. De los cientos de miles de muchachos manifestando en las calles no quedaron sino los exiguos promotores del tropel.

Pero las banderas de los jóvenes siguen ondeando y cobran vida nueva: lejos de abrirse una educación de calidad para todos, en estos 40 años la universidad pública se empobrece día a día. La discriminación en las aulas apenas expresa cuánto han crecido en este país los abismos entre clases sociales. “En el tercer país más desigual del mundo –recuerda Maria Antonia García- tenemos el ejército más temible de Latinoamérica y la educación más inequitativa”.

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