Se creía que la impopularidad de la reelección del Presidente Uribe sólo florecía en el exterior. Pero a la repulsa de los gobiernos, de la gran prensa del Primer Mundo, de los académicos y organismos internacionales de Derechos Humanos se suma el despertar de la sociedad colombiana. Una de sus manifestaciones más sorprendentes es la Alianza Ciudadana por la Democracia. En cabeza de 21 gestores de la Carta del 91, el movimiento debuta con 120 organizaciones civiles y miles de ciudadanos que le piden a la Corte Constitucional declarar inexequible la ley del referendo. Por vicios de forma, porque desbalancea gravemente los poderes públicos en favor del Gobierno, porque no persigue el interés general sino el de una persona y porque destruye el principio de igualdad.
En el virtual entierro de las garantías electorales, la ley del referendo termina por alcahuetear el monopolio que el Presidente-candidato ha ejercido sobre todos los recursos del poder del Estado a lo largo de siete años: puestos, presupuestos y contratos (católicos y poco católicos); medios de información públicos y privados; órganos de seguridad enfilados a menudo contra la crítica, la oposición y la Justicia. Lejos están los demás candidatos de poder competir en igualdad de condiciones, como lo mandan hasta las democracias más precarias.
Esta Alianza se propone defender las reglas de la democracia consignadas en la Constitución. No niega la posibilidad de modificar la norma, mientras se respeten la división de poderes, el pluralismo y el interés general. Prevalecen las mayorías electorales, sí, mas el Estado ha de garantizar también los derechos de las minorías. Y no podrá invocarse la voluntad popular mediante referendo para sustituir la Constitución o malograrla, ni en provecho personal de nadie.
En el coro de voces que impugnan esta ley descuellan las del exmagistrado Alfredo Beltrán y el exprocurador Edgardo Maya. Puntualizan ellos el cúmulo de errores jurídico-constitucionales que la invalidan, y su espíritu abiertamente antidemocrático. Agregan que gracias a esa disposición, el régimen presidencial termina por desconocer la independencia de las otras ramas del poder. Así, por ejemplo, al cabo de doce años en el mando, será el Presidente quien decida la composición de la Corte Constitucional, la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, el Banco de la República, la Procuraduría, la Defensoría del pueblo, la Fiscalía General de la Nación, la Comisión Nacional de Televisión y hasta el Congreso. Imperio, pues, sobre todos los poderes y controles.
La avanzada del Presidente Uribe en esa dirección no da tregua. Para remover el último obstáculo, la Corte Suprema, empiezan sus mariscales de campo a desnudar las armas: la reelección quedaría rubricada con una “pequeña constituyente” que suplante a la Corte y replique en Colombia la intrepidez de sus pares del vecindario, Fujimori, Chávez, Evo. Destino final de una gesta patriótica diseñada con esmero para superar el “bloqueo institucional” que con tanta pasión promueve el gobierno, acaso para justificar, si cupiera, un golpe de mano disfrazado de redención.
Según Marc Chernick, el Departamento de Estado norteamericano desaprueba la reelección de Uribe por considerarla “un desastre para Colombia, para la democracia y los derechos humanos”. Fino instinto que lo sintoniza con una revuelta de la opinión en nuestro país, que muerde ya en las huestes mismas del uribismo. No hay mal que dure cien años.
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Por vacaciones, esta columna reaparecerá el 12 de enero. ¡Feliz navidad!