Una explosiva aleación parece cocinarse en Colombia, capaz de aniquilar lo que queda de democracia. Mezcla de fanatismo religioso y derecha política alentada cada vez más abiertamente desde el poder, su mayor peligro está en el caldo que la recibe: la naturalidad con que amplios sectores de opinión contemplan extremos de violencia e intolerancia que evocan momentos aciagos de la historia. En las democracias, el verdadero preámbulo a un régimen de fuerza es la predisposición de la opinión a aceptar la arbitrariedad, la injusticia, el horror. Sin ella, nada podría la caprichosa voluntad del Príncipe, siempre interesado en guardar apariencias de libertad y sindéresis. Y hábil, en nuestro caso, para tocar fibras de religiosidad silvestre elevando a mística la política de seguridad.
Registremos síntomas. El paramilitar Francisco Villalba describe cómo aprendió a descuartizar con personas vivas y declara que “no es bueno dedicarse a picar gente por mucho tiempo”. Lo bueno sería, tal vez, la economía de espacio y trabajo cuando a cavar fosas tocaban. Y la eficiencia para sacrificar víctimas –decenas de miles- como en genocidios técnicamente perpetrados en otros lares.
Cientos de fosas comunes se abren con sigilo para arrojar restos a los ríos. Se informa que Mancuso hizo desenterrar a un líder indígena para botarlo al Sinú. A renglón seguido, que el líder de las AUC “condiciona” la entrega de bienes a que no se juzgue a sus lugartenientes. Mientras tanto, políticos amigos de paramilitares siguen proclamándose uribistas y el Presidente, en lugar de sacudírselos cuando se los denuncia, condena y persigue al denunciante. Desconceptúa a la oposición que pone el dedo en aquella llaga repulsiva; y confiesa, como un triunfo de la virilidad, que su gobierno espía a la oposición. Pero, oh sorpresa, al punto sabemos que la popularidad del Presidente no baja del 80%.
Algo hay aquí de teflón, algo de manipulación mediática. Pero otro tanto de reacción contra guerrillas que perdieron hace rato su razón de ser y cayeron en el vértigo de la guerra sucia. ¿Quién responde por las 119 víctimas inocentes que murieron en la iglesia de Bojayá a manos de las FARC? Muchos colombianos ven pasar también, como alelados, el quinto aniversario de esta masacre.
A la par que el Presidente subestima el compromiso de prosélitos suyos con hechos que repugnan al mundo civilizado, comparte las posiciones más conservadoras de la jerarquía católica y le permite violar los fueros del poder civil. Como si la Constitución no prohibiera –por fin!- imponer la educación religiosa, la ministra de esa cartera reconoce que, tras prolongada discusión, fue “forzada” por los obispos a reglamentar la clase de religión en los colegios. Alarmante involución a la constitución decimonónica de Núñez, santo de la devoción del presidente Uribe.
Pero ya desde principios de su gobierno había instado él a la juventud a dejar el “gustico” para después; así como la Iglesia recomienda a sus fieles la abstinencia y califica de descarada la campaña de la Alcaldía para fomentar el uso del condón en los colegios. Elocuente desliz en su propensión a invadir la vida y la moral privadas. “No se puede hacer en pleno siglo XXI lo que hacía Hitler hace 60 años”, apuntaría el senador Helí Rojas. Olvidó mencionar la apelación a los vocablos “Dios” y “Patria”, tan socorridos en regímenes que funden en uno solo el poder de la Iglesia y el del Estado, las teocracias.
Peligrosa mezcla de religión y política. En Europa se anhelaba el fascismo, un autoritarismo de orientación religiosa, antes de que se inventara aquel término. Ese sentimiento ha vuelto a surgir. Con Bush se abrió paso en Estados Unidos la alianza entre neoconservadurismo y la derecha cristiana. Un clima fascista que derivó en guerra santa. ¿Estaremos los colombianos en peligro de padecer idéntica experiencia?