Miles de espectadores se apiñan en teatros y parques para escuchar, lelos, a poetas de cinco continentes. Mientras tanto, en las comunas hierve una tercera generación de bandas organizadas para vender seguridad y territorio al mejor postor, sea narcotraficante o proxeneta o tratante de cualquier negocio, si es rentable. Acaso la imagine algún turista que suba en metrocable a contemplar la flor exótica de la pobrecía asentada sobre el gran mirador de la ciudad: Medellín. Tres masacres con 19 muertos en una semana se registraron allí, al estilo ruidoso y ejemplarizante de Pablo Escobar. Pero los bardos siguen llegando, con la antigua sospecha de que sus poemas  redimen al humano y desarman los espíritus, en el nuevo despertar de cientos de grupos armados que se encomiendan a la Virgen  antes de disparar. Cada poeta, cada aficionado renueva la inspiración de este  Festival, que nació para conjurar el horror que el narcotráfico había regado por la urbe entera.

Con el desplazamiento de la guerra del narcotráfico del campo a la ciudad, se abrió un nuevo capítulo de violencia urbana. En el último año se duplicaron los homicidios en Medellín. Si en 2008 fueron 1066, a diciembre de 2009 se proyectaban a 2000. No obstante la prohibición del porte de armas y el aumento del pie de fuerza pública. Las modestas bandas de barrio evolucionaron a ejércitos con armamento pesado, fusiles y subametralladoras. Y, peor aún, no recuperó el Estado el monopolio sobre el uso de la fuerza ni su exclusividad como dispensador de la seguridad ciudadana. Otros lo suplantaron y  hoy se alternan el poder en zonas enteras de la ciudad. Paz y guerra se suceden, conforme reine algún jefe de la mafia o venga otro a disputársela.

Una investigación de la Casa de Paz, coordinada por Fernando Valencia (“Medellín, un modelo de seguridad cuestionable”) sostiene que, si aquí bajan los indicadores de delincuencia, no será por intervención de las autoridades. Ello responde casi siempre a  “la hegemonía de algún sector del narcotráfico o del paramilitarismo (que produce) una temporal, frágil y peligrosa estabilidad en las condiciones de seguridad, que se rompe (cuando) se altera la cadena de mando”. En la antesala del fenómeno se presenta la Operación Orión, acción militar sin precedentes que desalojó a las milicias guerrilleras de las comunas de Medellín y situó en su lugar al Bloque Cacique Nutivara de las AUC. Dice el informe a la letra que la cercanía de esta facción del paramilitarismo con sectores de la fuerza pública y la Fiscalía se resolvió en sometimiento de todas las organizaciones de delincuentes a la autoridad de su máximo jefe, alias “don Berna” y, por disposición suya, se redujeron sustancialmente todas las formas de delito en Medellín. Un año después, la desmovilización de este bloque fracasó y explotó una nueva lid por el control de la violencia y los negocios ilícitos. Todo fue caos, anarquía, guerra abierta. Hasta el triunfo de un nuevo cabecilla que ponga orden, bajo la mirada impotente del Estado.

Pero el recrudecimiento de la violencia en Medellín no procede sólo de la guerra directa entre narcotraficantes que se disputan la sucesión del mando. Intervienen también la disputa de territorios y rentas por bandas de delincuentes variopintos, casi siempre al servicio de los narcos; la dinámica económica de los negocios turbios,  la tolerancia social hacia la privatización de la justicia y su recurso al crimen. Tal vez no baste con el arte para derrotar la violencia que en su hora le mereció a Medellín el mote de “Metrallo”, y ahora parece regresar.  Volverá, sin duda, si el país sigue autocomplaciéndose con políticas de seguridad que apenas tocaron la epidermis del narcotráfico, la más corrosiva entre las fuentes de violencia.

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