Sí, se avecina una segunda fase de la guerra que se creyó clausurada con el Acuerdo de La Habana. Faltaba el coletazo de la otra guerrilla. Cuando nadie lo esperaba, la villanía del ataque terrorista a la escuela de cadetes adjudicado al ELN descorrió las compuertas de la lucha contrainsurgente. Un acto de suprema estupidez que el senador Uribe saludó, se diría jubiloso, con el retorcido argumento de que obedecía a la paz de Santos; y acaso también porque excitara sus fantasías de inmortalizarse en una guerra perpetua. No contaba, empero, con la general reprobación de su baladronada; ni con la ciudadanía que se volcó este domingo a protestar en las calles sin miedo contra la violencia y para pedirle al presidente no cerrar la ventana que le dejaba abierta a la paz. Ningún Popeye desfiló esta vez al lado del Centro Democrático pidiendo sangre.
Por su parte, otro factor coronaba la violencia: el asesinato sistemático de 426 líderes sociales en dos años ha obrado como obstáculo poderoso al cambio incorporado en los programas que apuntan a la paz en las regiones más martirizadas por el conflicto. Revivirá, pues, la guerra antisubversiva, allí donde más se ansía la construcción de paz; donde sigue el Estado ausente, y las élites se imponen a sangre y fuego. Donde, mal que bien, se incuba la paz. Grande es el riesgo de volver a involucrar a la ciudadanía inerme porque el ELN no son las Farc, cuyos campamentos podían identificarse y bombardearse. El ELN, en cambio, se mimetiza entre la población civil y toda ella resultará objetivo militar. Si no se privilegia el trabajo de inteligencia, renacerá la justificación profiláctica de la derecha que aprovecha el conflicto para desaparecer a sus contradictores políticos calificándolos de guerrilleros vestidos de civil. Invaluable favor de las guerrillas para acorralar al movimiento social, a las fuerzas alternativas de la política, y petrificar el país en estadios de abominación.
Camilo Bonilla, coordinador de un estudio que revela la sistematicidad en el asesinato de líderes sociales, afirma que “sectores del Estado han sido cómplices de la estrategia paramilitar […] principal victimario de líderes”. Es que “la cabal implementación del acuerdo supone transformaciones sociales que ponen en riesgo la hegemonía de ciertos grupos de poder que transitan entre la legalidad y la ilegalidad […] y acuden a estructuras armadas para neutralizar los intentos de cambio. Personas y familias emparentadas con el poder político y económico y que sienten amenazados sus privilegios acuden a los grupos armados”. (Cecilia Orozco, El Espectador, enero 20).
De reanudarse el conflicto armado donde más pesa el ELN —en Arauca, Chocó y Norte de Santander—, el impacto sobre la población civil podrá ser brutal. Se ha levantado en esas comunidades un clamor por reanudar conversaciones con esa guerrilla. Advierte una lideresa del Chocó que, si el Gobierno levanta la mesa, su comunidad las retoma, pues no quiere padecer de nuevo los golpes de la guerra. De lo contrario, se dispararán los asesinatos de líderes sociales. La misma angustia crece en el Catatumbo, en Cauca, en Nariño.
A tal drama podrá el sentido común ofrecer soluciones al canto: uno, que el ELN se allane a la exigencia del presidente de liberar a los 16 secuestrados en su poder y declare cese unilateral del fuego y las hostilidades, para reabrir la negociación política. Dos, que el Gobierno se decida, por fin, a implementar con el vigor necesario el Acuerdo, avanzando en reforma rural, planes de desarrollo territorial y proyectos productivos. Tres: aplicar de inmediato medidas eficaces de seguridad y protección de todos los líderes sociales, empezando por los amenazados. Sólo con decisiones de este tenor podrán combatirse el terrorismo y la violencia, y salvar la paz.