Tras muchos ires y venires, este Gobierno parece quedarse con el modelo de salud de Pinochet, que Álvaro Uribe había cooptado: el de competencia privada, con oferta restringida de servicios. Brasil y Costa Rica, en cambio, optaron por el esquema de salud pública integral, que contempla también los determinantes sociales del sector: educación, vivienda, agua potable, ingresos. Impresiona corroborarlo en la ruidosa ausencia de esta reforma en el programa de reelección de Santos. Supérstite de las poderosas EPS y de los políticos que las apadrinan en el Congreso, retiró su oferta original de suprimir esta almendra infecta de nuestra salud mercantilizada. Y la suplió con un publicitado control de precios en medicamentos que, de surtir efecto, le ahorrarían al Estado $136 mil millones. Una miseria, con todo, si se compara la cifra con el billón y medio que Saludcoop les mordió a los fondos del sector, y los ocho billones que según la Contraloría se habrían manduqueado otras EPS. Y el ministro ahí. Lejos de obligarlas a devolver lo rapado, dizque quiere refinanciarlas; es decir, que el Estado asuma sus deudas. Entre otras, las contraídas con 600 hospitales públicos a punto de cierre por asfixia financiera. Mientras tanto, la crisis de la salud –que no es de falta de plata sino de tibieza ante los ladrones- recae sobre la población: o no accede ella al servicio, o éste es pachorro y malo. O configura delito contra la humanidad, como lo indican los 122 casos de muertes hospitalarias por desatención de una EPS que la personería de Bogotá encontró. Pero, arrollado por el carro providencial de la campaña electoral, se apolilla en el Congreso el debate sobre una ley ordinaria que cambie el modelo de salud.
Paul De Vos y Patrick van der Atuyft reconstruyen el derrotero de las dos lógicas que nutren la discusión: la de atención primaria integral que deriva del derecho humano a la salud, y la de competencia privada. Referentes de esta última, el Chile de los 80 y la Ley 100 en Colombia. Enarbolando criterios de universalidad, equidad y calidad, la Declaración de la Organización Mundial de la Salud reunida en Alma Ata en 1978, depositó en el Estado la responsabilidad por la salud de la población. Pero la acometida neoliberal contra el sector público y la inversión social se tradujo en privatización del sector, en políticas de salud selectiva y atención primaria mínima y barata. Paradigma de mercado donde pesaban más las consideraciones financieras que la salud de la gente. En 1993, año en que Uribe presentaba su Ley 100, el Banco Mundial desplazaba el liderazgo de la OMS e imponía el modelo mercantil en salud. Debió el Estado renunciar a su potestad de trazar esta política y a regular el sector. Resultado a la vista: conforme crecen las ganancias del sector privado (EPS), aumenta el desamparo de la gente.
El modelo ha hecho crisis en Colombia. Y ésta pide a gritos devolverle al Estado la responsabilidad de diseñar, planificar, ejecutar, controlar las políticas en salud, y ejercer soberanía sobre los recursos del sector. Lo que no implica la desaparición del sector privado. Bien podrán las EPS seguir prestando servicios, pero bajo condiciones nuevas, taxativas: no serán ya intermediarias financieras del sistema, ni intermediarias de la información, ni intermediarias para aprobar o negar atención al paciente. Habrá fiscalización estricta de lado y lado: ni negocio de EPS ni corrupción pública. Se rompe la crisma el ministro pensando “cómo hacemos compatible el negocio con el bienestar general”. Acaso veinte años de Ley 100 hayan demostrado la inviabilidad de tal matrimonio. Pero sirva el motivo para desenmochilar el debate.