A punto de clausura se encuentran decenas de los hospitales públicos que el ex ministro Palacios no alcanzó a cerrar. Hoy, como ayer, agonizan porque las EPS y el Gobierno no les giran a clínicas y hospitales los cuatro billones que les adeudan. Ignominia de un sistema de salud entregado a marchantes sin escrúpulos –con bendición de la Constitución y la ley-, el hecho revela la dimensión de la catástrofe. La salud derivó en enfermo terminal que el ministro Santa María quisiera reanimar con paliativos, medidas aisladas y ambivalencias para con las EPS. Hoy le preocupa el Fosyga, pero no hace mucho defendió la integración vertical que a aquellas les permitió ensanchar la chichería con hospitales propios, casi siempre comprados a huevo tras expoliarlos hasta la quiebra.

El Gobierno se rajó ante la Corte Constitucional, que desde 2008 había ordenado correctivos de fondo a la crisis que el entonces presidente Uribe sugería conjurar con las cesantías y pensiones de los enfermos. Para no tocar su Ley 100, fuente de los males que aquejan al sistema de salud. Ni el artículo 336 de la Carta del 91, que ordena enajenar o liquidar empresas del Estado y entregar su actividad a particulares, cuando aquellas no cumplan los requisitos de eficiencia. Léase de rentabilidad, de lucro, de competitividad. En obediencia del mandato, la ley de marras privatizó el servicio público de salud y lo libró a la mano siniestra del mercado. Como lo ordenaba, a su vez, el Consenso de Washington. Esta crisis es, pues, hija putativa de la Constitución del 91 y del modelo que se nos impuso para engorde y solaz de un puñado de malhechores.

Mil estudios han demostrado que las políticas de salud del Estado mínimo devolvieron a América Latina  al siglo XIX: hasta allá condujo la privatización de las instituciones públicas, envuelta en vociferante descalificación de las políticas sociales en cabeza del Estado. Se las acusó de populistas, de ser financieramente insostenibles, de arriesgar el equilibrio fiscal. Invectivas de esta laya autorizaron en Colombia la destrucción o privatización de la red de hospitales públicos, construida en largas décadas con el esfuerzo de todos. Condujeron a la norma de estabilidad fiscal que subordina el derecho fundamental a la salud a la liquidez del presupuesto, mientras banqueros, importadores y multinacionales  nadan a sus anchas en un mar de gabelas. Setecientas investigaciones adelanta la Fiscalía por corrupción en el sistema de salud. Pero ésta es apenas un derivado de la crisis. Sergio Isaza, presidente de la Federación Médica Colombiana, sitúa el origen del desastre en políticas cuyas cuerdas movió Washington y nuestros sucesivos gobiernos aplicaron a rajatabla (Razón Pública, 29-V-11). Ineficacia e inequidad habrían sido efectos previsibles de un sistema no montado sobre el derecho irrenunciable a la salud sino sobre el ánimo de lucro de unos cuantos. Eliminados el Seguro Social y las Cajas de Previsión –únicos entes públicos capaces de competirles- las EPS se organizaron en cartel. El oligopolio disparó los costos, degradó la calidad del servicio y, gracias a su poder político, neutralizó los tímidos controles del Estado. Entonces todo fue suplantación de esta función pública y apropiación de sus recursos. El barco seguirá su curso: la reforma a la salud expedida en diciembre sigue protegiendo a las EPS y no altera la estructura del sistema.

Un coro de indignación se alza en Colombia para pedirle al Gobierno que recupere el manejo de la salud, que suprima las EPS y entregue directamente los recursos a la red de hospitales públicos. Pide derogar  la Ley 100, rediseñar el papel de los agentes privados y aguzar la vigilancia. De responder a este clamor, el Presidente Santos sumaría un lance estelar al ya histórico de la restitución de tierras.

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