Unas de cal y otras de arena. Tras cinco Cumbres anodinas, el presidente Santos sorprende al mundo al encarar la política antidrogas de Estados Unidos y su intransigencia frente a Cuba. Pero a la vez corteja al ultraconservador modelo neoliberal. Tenemos que ver –dijo- si lo que hacemos está bien o si hay alternativas más eficaces (que la guerra militar contra las drogas). Por otra parte, señaló que el embargo contra Cuba es “un anacronismo de la Guerra Fría”, y que otra cumbre de las Américas sin la isla será inaceptable. Anatema. Dos cargas de profundidad que contrastan con la predilección del Presidente por el modelo económico acunado en Washington en 1989, evidente en su empeño por asegurar allí mismo el despegue del TLC: un tratado de adhesión a la potencia del Norte que frustra nuestra industrialización y nos ancla en una economía primaria. Aquellas audacias contrastan también con su repulsa a la candidatura del colombiano José Antonio Ocampo a la presidencia del Banco Mundial. Hombre de sobradas credenciales, el caleño era candidato de los países emergentes denominados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y ofreció reorientar el organismo en perspectiva social y democrática: en contravía del paradigma que impuso la libertad incontrolada de mercados, desmontó la regulación de la economía y suprimió las funciones sociales del Estado. Fue el Banco Mundial su instrumento supremo. Lo son por contera los TLC bilaterales entre tiburón y sardina, en asimetría dramática que se publicita como negocio entre iguales. Santos malogró la aspiración que por vez primera en 40 años prometía un viraje sustancial en el altar del poder financiero mundial.
En medio del debate, el Ministro de Hacienda, Juan Carlos Echeverri, se haría eco de la religión aperturista en la Cumbre de Cartagena cuando previno contra “los proteccionismos que han anunciado grandes economías de la región”. Algún editorialista señalaría al “feo monstruo del proteccionismo”, que habría retornado elevando barreras en Brasil y Argentina. Felipe Calderón, Presidente de México, declararía que “el progreso sólo se logra con apertura y libertad económica”. Pero Dilma Rousseff, Primera Mandataria del Brasil, adjudicó los quebrantos que fueron de la economía latinoamericana a “la relación asimétrica entre Norte y Sur”.
Basaba Ocampo el desarrollo exitoso sobre el trípode mercado, Estado y sociedad: sin mercado, se cae en la ineficiencia; sin Estado, en la inestabilidad y la injusticia; sin los actores sociales, las políticas carecen de legitimidad. El desarrollo ha de entenderse como un proceso persistente de cambio estructural –escribió (El Tiempo, 4-7). Su fin es el bienestar humano, ampliar el alcance de la libertad. “Y eso sólo puede lograrse con sistemas universales de educación, salud y protección social”. Más allá del asistencialismo. Para lograrlo, hay que incorporar los objetivos sociales a la política económica, cuyo eje ha de ser la creación de empleos dignos e instituciones para el bienestar. Donde reina la pobreza no puede haber equidad ni inclusión. Clara divisa de cambio para una América Latina que, según la CEPAL, alberga 170 millones de pobres, 70 de los cuales son indigentes. Es, además, la zona más desigual del mundo.
Dijo Santos sentir vergüenza de vivir en un continente tan inequitativo. Pero no será con tratados como el suscrito por Colombia como puedan enmendarse la pobreza y la desigualdad. Ni con el desangelado mentiz a un compatriota que desafiaba precisamente las políticas del Banco Mundial responsables de tanta infamia como se ha cometido entre nosotros. Santos es hombre de paradojas: tan valiente para cuestionar la política antidrogas del imperio, tan manso para plegarse a su interés económico. Ángel y demonio.