En Venezuela, el chavismo encarcela al opositor; en Colombia la derecha se engavilla y lo arroja al pavimento. Leopoldo López allá, Gustavo Petro acá, desde orillas opuestas termina la arbitrariedad por abrevar en la misma charca. A la búsqueda incierta de votos uribistas, es Santos quien asesta el golpe de gracia, y desconceptúa la democracia. Por congraciarse con el conservadurismo de camándula o de gatillo fácil, reaviva el presidente el imaginario (y el procedimiento) del autócrata que prevalece por golpe de mano contra el disidente. Evocación natural en esta Colombia de curas y mafias y elites glotonas, donde a casi todo se responde blandiendo crucifijos o a tiros o rompiéndole al otro la cara, marica. Porque destituir a un burgomaestre elegido por el pueblo, no por crímenes o corrupción sino por ineficiencia, es romperle la cara; como lo es decretarle muerte política porque, en su carrera sin freno hacia la Presidencia, necesita el inquisidor  desaparecer a sus rivales políticos. A éste, en particular, cuyas denuncias de corrupción en la capital le merecieron la elección; y su empeño en devolver al Estado el manejo de servicios públicos provocó la más fiera embestida de miembros de los partidos de gobierno que los monopolizaban o que pertenecieron al carrusel de la contratación.

 El golpe ampliaría la popularidad de Petro, si no aventurara él decisiones que la disuelven en el acto. Como aquella de sumarse al proyecto constituyente de las extremas, Uribe y Farc, sabiendo que estas asambleas se erigen por lo general en poder de facto, más arbitrario aún que la imperfecta democracia parlamentaria. El experimento de marras sólo podría arrojar reelección indefinida de la patria refundada en Ralito; borrón y cuenta nueva de todo lo acordado en la laboriosa puja de La Habana; descalabro del movimiento cuyo dirigente, por irresponsabilidad o megalomanía, se presume en igualdad de condiciones, y hasta indispensable, para negociar un “verdadero pacto de paz”. Igual que Uribe, deslegitima Petro al Congreso y declara que el voto no vale. Convierte en ilegitimidad las falencias de representación política. Claro, más de uno quisiera ver en tamaña deformación una invitación a clausurar el Congreso. Y le marcharía a toda prisa. Como marcharon tantos constituyentes de 1991 que, no contentos con haber cerrado el parlamento, quisieron prolongar aquella constituyente como cuerpo legislativo permanente. Ver para creer.

 Pero la acción de Santos le da alas a esta opción antidemocrática y pone en ascuas la paz, bien público supremo. Y no sólo porque siembra duda sobre eventuales garantías de igualdad política para reinsertados de la guerrilla, y para el medio país que protesta y disiente y crea partidos ajenos al establecimiento. También, y sobre todo, porque es acto brutal de exclusión de un movimiento político. Una puñalada al corazón de la democracia en cualquier país que se precie de tal.

 En sus hesitaciones electorales, Santos se decide por la derecha y sacrifica el apoyo de la izquierda que, en él, hubiera votado por la paz. Pero la reacción va por sus candidatos. Suponiendo que la destitución de Petro lo acercaba al uribismo, invitó a ese partido a hablar de paz, para recibir la negativa punzante del inmaculado José Obdulio. Lances de corto vuelo en un mandatario que lo ha arriesgado todo por terminar la guerra, gesta que demanda más valor que hacerla. No quiera él –ni el ofendido, Petro- levantarle nuevos obstáculos a la paz agrediendo a la ya frágil democracia. Si cupieran rectificaciones, no vendrían ellas de animar una constituyente uribista, ni de los esquivos votos de la caverna. No jugando con candela.

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