Si el Polo no destapa ante el país sus debates internos, corre el riesgo de desaparecer como primera fuerza de oposición legal. Una minoría irrisoria,  resaca de credos atávicos y soterradas fidelidades a las FARC, podría dar al traste con un capital político inmenso. No sólo por lo que se ha visto – la alcaldía de Garzón, los 2 millones 800 mil votos de Carlos Gaviria- sino por lo que augura: la esperanza creciente de ver consolidarse en Colombia una izquierda capaz de trocar la revolución por la reforma, de gobernar para las mayorías y romper sin vacilar con quienes defienden todavía la lucha armada y justifican veladamente los crímenes de la guerrilla.

Máxime ahora, cuando la Corte Suprema reafirma la imposibilidad de confundir delito común con delito político. Imposible encontrarle sentido político al secuestro, al asesinato, la extorsión o el narcotráfico. El asesinato de los diputados por las FARC es un delito atroz, crimen de lesa humanidad que el Polo cometió el error de no  condenar sin reservas cuando el país todo se levantó contra él. Incalculable el daño causado, cuyo primer efecto fue, sin duda, el desgano de la ciudadanía para participar en la consulta electoral de una organización que de buenas a primeras parecía simbolizar el más descarnado militarismo y la tozudez de sectas ciegas a los cambios operados en los últimos 40 años. Reductos de una izquierda ahistórica, petrificada, que quisiera avasallar al contingente mayoritario del Polo y malograr la simpatía de tantos y tantos otros que buscan un auténtico socialismo democrático.

Porque no otra cosa se logra con callar frente al secuestro practicado como arma de guerra. Frente al hecho de que a ELN y FARC se les atribuya la mitad de los 23.144 secuestros efectuados en la última década. Frente a la muerte en cautiverio de unos 600 de sus plagiados. Frente a la revelación de que, sólo por extorsión, los ingresos de las guerrillas pueden sumar 7 millones de dólares al año. O aquella de que  sólo en el año 2006 hubo en Colombia 1.107 víctimas de las minas antipersonales sembradas por aquellas.

Al lado de este debate viene el de la organización del Polo, fuerza que desborda ya a los grupos de sus orígenes, para situarse en la arena de las grandes ligas. Y aquí sale a danzar de nuevo el espíritu conspirativo tan afecto a los núcleos de iluminados que desde las sombras de su aislamiento se sintieron más de una vez a las puertas del asalto final del poder. Militantes de ideas fijas organizados en una red de nodos inexpugnables y alerta contra todo peligro de contaminación exterior. En la contraparte, quienes registran el fenómeno del Polo como una suerte de “nebulosa” o movimiento de círculos concéntricos que abrazan sectores amplios de una sociedad cada vez más diversa y compleja, en la perspectiva de bifurcarse entre un populismo de derechas y un reformismo socializante y democrático.

Los partidos de comités, comunistas y burgueses, entraron en barrena hace más de medio siglo. Fueron ocupando su lugar organizaciones más flexibles, abiertas a compaginar intereses y programas variopintos, aunque con afinidades esenciales. Caso estelar, los partidos socialdemócratas de Europa, cuya solidez se funda en una transacción  entre socialismo y democracia. Y en su disposición a interpretar realidades impronunciables en blanco o negro.

Discutible, pues, el diagnóstico de Maria Elvira Samper, para quien el Polo ha de escoger entre “construir identidad propia y un partido organizado”, y una dinámica de alianzas electorales. Identidad puede haber en un horizonte de coaliciones sin tener que acudir  al expediente conservador del partido de clase o de gremio. Faltaría, claro, un ingrediente esencial: qué piensa el Polo y qué propone.

Tremenda responsabilidad enfrenta el Polo. Bien hace en tratar de preservar su unidad, pero no hasta el punto de morir en el cadalso del dogmatismo armado y doctrinario. Como ha sido historia repetida en Colombia.

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